La vida o la muerte. La noche o el día. La verdad o la mentira Dos banderas colocadas delante del hombre. Podrían ser las banderas de Lampedusa símbolos y lugar ante los que decidirse a la hora de seleccionar una de las opciones fundamentales a las que el cristiano se tiene que enfrentar cuando las migraciones, o mejor dicho los migrantes, se le ponen de frente. «El fondo del mar o la cárcel». Así respondió Oscar Camps a la hora de decidirse valientemente frente a la prohibición de las autoridades españolas, para surcar de nuevo el Mediterráneo con el fin de salvar vidas Su razones eran claras: «De la cárcel se sale, del fondo del mar no».
Roma o Lampedusa. El Papa Francisco lo tuvo claro y no llevaba más que cuatro meses de pontificado. Quedarse en a la orilla del Tiber o atravesar el Mediterráneo, cuando, el 8 de julio de 2013, golpeado por tantos naufragios y víctimas en el mar, Jorge Mario Bergoglio decidió que quería ir a Lampedusa. Allí celebró una Eucaristía y escogió una cruz como bandera hecha con la madera de una de las barcazas hundidas y llamó la atención por primera vez de «la globalización de la indiferencia» por parte de una sociedad que ha olvidado también su capacidad de llorar.
Francisco allí lanzó una ofrenda floral como un gesto de conmemoración y oración por los hombres, mujeres y niños que desaparecieron en las profundidades del mar. Al menos alguna de aquellas flores llegaría quizás a las playas donde los ahogados quisieron llegar pero otros se lo impidieron.
Véase por ejemplo la actitud gélida del Ministro italiano, Salvini, de detener a la capitana de la Sea Watch 3 (barco de una ONG alemana) atracada en el puerto de la isla que decidió romper cualquier prohibición impuesta por la política de «puertos cerrados».
Y mientras unos cierran puertos (y muchos, los ojos) otros abren puertas. Ahora, en el sexto aniversario de sus primer viaje a Italia, el Papa ha abierto las de la basílica vaticana para celebrar una Misa en recuerdo de todos los que han perdido la vida escapando de la guerra y la miseria y para alentar a aquellos que, cada día, se esfuerzan en sostener, acompañar y acoger a migrantes y refugiados. No quiere que se extinga su memoria (la Eucaristía recoge –como memorial de Cristo muerto y resucitado– todas las memorias de muertos en Dios). Y aunque no conozcamos sus nombres (hace bien en recordárnoslo la Comunidad de Sant’Egidio todos los años al menos de los ahogados cerca España) son solamente pobres y empobrecidos, y por tanto de los más queridos hijos de Dios. Son aquellos (como a la mayoría de los migrantes vivos) a quienes solo les movía su instinto de vida, sus ansias de libertad y la posibilidad, por remota que fuera, de encontrar espacios de dignidad. El Papa no quiere que se mustien las flores del recuerdo que lanzó en Lampedusa ni que se sequen las lágrimas por tanto llanto de las personas de buena voluntad por los migrantes queridos de Dios. De tantos. De todos. En los cinco continentes. Desde las aguas mediterráneas a las del Rio Bravo en América
Son los excluidos que solo aspiran a las migajas del banquete. Aquellos para los que el papa quiere abrir de par en par la iglesia (la de Roma y de la todos los lugares) en una mesa larga, mundial para tanto corazón que quiere unido al suyo en esa Eucaristía por ellos. Quizás por ello desde la intimidad que el papa ha querido en esa celebración presencial, sin cobertura mediática más que la de la televisión vaticana, con solo 250 personas asistentes –refugiados y personas que les ayudan a vivir y sobrevivir– pueda estar tu corazón y el mío. O el de otros –cristianos también– que sepan rezar de verdad el acto penitencial primero que saboree la gracia de la conversión y la petición de perdón por las veces que no nos hemos estrechado para que cupieran en nuestra mesa. Estas peticiones de perdón que tantas veces los políticos exigen a la Iglesia serían muy de desear que también ellos (a izquierda, a derecha, al centro, a los extremos, etc.) las hicieran a causa de tanta exclusión como producen en este tema. Incapaces de pactar –no solo entre ellos– sino por la dignidad de los migrantes, esos náufragos invisibles que la globalización hace que sus llamadas se oigan en todas las puertas. Y si hay pactos… no los cumplen.
De esa mesa a la que invita el Papa se están excluyendo personas, instituciones y partidos políticos que incluso con el rosario en la mano o llamándose cristianos, (o de la llamada civilización humanista y occidental), prefieren estar más ocupados en cerrar las puertas para que no entren nadie más que «los nuestros». Aquellos que, aun siendo hijos y hermanos, no lo son del que conciben –según su ceguera– como hijos y hermanos del Padre Nuestro que rezan. Será del «suyo».
En torno a esa convocatoria eucarística que el Papa ha hecho se publicó un comentario del mismo Papa a partir del lema anual de la Jornada mundial del emigrante para el 29 de Septiembre, «No se trata solo de migrantes», advirtiendo de esta exclusión: «el desarrollo exclusivista –dice el Papa– hace que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres», mientras que «el auténtico desarrollo es inclusivo, es uno que pretende incluir a todos los hombres y mujeres del mundo, promoviendo su crecimiento integral y preocupándose también por las generaciones futuras. El verdadero desarrollo es inclusivo y fecundo, lanzado hacia el futuro».
El «podéis ir en paz» final de la Misa que abre las puertas de la Eucaristía al mundo supone pues tener coraje –lo dijo la misma capitana del Sea Watch 3 elogiando al Papa–, para mirar ese futuro sin miedo. No se trata solo de migrantes. Se trata también de nuestros miedos. Si no es así, ¿para qué ir a Misa? ¿Para qué alimentarnos de Su consuelo y Su fuerza?
San Ignacio nos invita a meditar las Dos Banderas posibles para apuntarse en la construcción del Reino liberador de Cristo. Son una invitación a descubrir el verdadero rostro de Dios, un Dios diferente de la vida que se nos revela en el Jesús pobre y crucificado de Nazaret. Y a optar por El sin dejarnos ilusionar ni engañar con falsos ídolos de muerte y de poder ni por el Mamón de las riquezas de este mundo. ¿A qué Dios queremos realmente servir?
El Papa ha vuelto a optar. Por los excluidos. Por los migrantes. Coloquémonos de frente a sus ojos. Y veamos que bandera abrazamos y desde que bandera optamos para mirar, sin vergüenza, el horizonte. El suyo. El nuestro.