Subrayar las diferencias entre mayores y jóvenes es una práctica antigua; ya Cervantes y Lope de Vega debatieron sobre la mejor edad para escribir poesía. Sin embargo, recientemente, hay una fascinación en separar a la gente por generaciones con etiquetas, los boomers, la generación X, los milenials o los Z. Además de un evidente marketing, estas categorías traslucen también un componente ideológico. No son pocos los que pregonan que los derechos de una generación se oponen a los de la otra, como hemos visto hace poco con el debate de si habrá dinero para pagar las pensiones del futuro por la masiva jubilación de la generación del baby boom y por las elevadas pensiones de los nuevos jubilados frente a los bajos sueldos de muchos jóvenes; o, actualmente, con la cuestión de la vivienda y un supuesto desequilibrio —como dice Daniel Sorando— de las generaciones jóvenes que se empobrecen al enriquecer a las generaciones mayores propietarias. Quizás sea un conflicto interesado, unos dicen que por los propios medios de comunicación y otros se lo atribuyen a los partidos políticos con el que, así, avivan a sus votantes de una u otra edad. En todo caso, el debate es, a mi juicio, artificioso, pues la evolución de cualquier sociedad depende, precisamente, de una necesaria colaboración entre generaciones; de la capacidad innovadora de los jóvenes de transformar la sociedad y del apoyo de las generaciones mayores a través de su mirada experimentada y equilibrada de la vida. Como bien explican Ana Matarranz y Enrique Arce en su reciente libro, El poder de la diversidad generacional, en aquellos entornos laborales, administrativos, educativos, de ocio o de voluntariado en los que se fomente una mayor colaboración intergeneracional con aprendizajes mutuos y de carácter bidireccional —reverse mentoring— los efectos beneficiosos serán más significativos. Como decía el poeta Stanislaw Jerzy Lec, si la juventud es un regalo de la naturaleza, la vejez construida con sabiduría es una obra de arte.