Hoy, como ayer, desde el comienzo de la vida del hombre en la tierra, las grandes catástrofes naturales y las terribles tragedias históricas han ido acompañadas de nuestra mirada interrogante, levantada hacia el cielo o inclinada hacia nuestro propio corazón. La pregunta es siempre la misma, obstinada, dolorosa, acuciante. ¿Dónde están el poder y la misericordia de Dios? ¿Por qué lo permite? ¿Por qué su amor afligido no lo detiene todo, cancelando los hechos con la fuerza imparable del Espíritu? Los ateos, que nunca consideran que la felicidad es una demostración de la existencia de Dios, miran con ironía a los creyentes, porque el dolor de todos, y en especial el sufrimiento de los más débiles, ha de hacerse constar, según ellos, como una demostración clara de que Dios, el Dios omnipotente y pura bondad, es una estrafalaria superstición a la que el mundo debería dar la espalda de una vez.
De todas las facetas de esa presunta ausencia, la que más puede dañarnos es la del silencio. ¿Por qué calla Dios? Se lo preguntan fieles angustiados, que se desconciertan ante el ruido y la furia de esta enfermedad incansable. Y la pregunta es demoledora, porque el ateo puede tranquilizarse con su negación radical de la existencia de Dios, mientras continúa su búsqueda tenaz de divinidades alternativas. Pero el cristiano apenas puede soportar la tensión entre su fe y la sensación de abandono que supone no escuchar al Padre. Porque imaginarlo mirándonos en silencio es pensarlo de un modo que nos vacía el alma. Porque nuestro vínculo con Dios se basa en la palabra: en el principio fue el Verbo. Y, desde la creación del hombre, el verbo fue lo que nos distinguió de todas las criaturas, nos permitió hablar entre nosotros y, sobre todo, escucharle y rogarle. Solo podemos pensar en un Padre que nos comunica su voluntad, en un Jesús que nos promete la salvación, en un Espíritu que restaura la fe de los discípulos y garantiza la posibilidad del apostolado. Nuestra fe se perfecciona en la lectura del Evangelio, en el estudio y admiración de las palabras pronunciadas por el Dios que se hizo hombre y vivió entre nosotros. Por eso nos desarma el silencio, o lo que podríamos tomar como tal, si no estamos lo bastante atentos a lo que sucede más allá de toda apariencia.
C. S. Lewis se refirió muchas veces a ese Dios callado ante el padecimiento de los hombres. Solía decir que rara vez acudimos a Él cuando nos sentimos dichosos, y nunca se nos ocurre ir en su busca para interrogarle por las causas de nuestra alegría. Curiosos creyentes que nos adjudicamos todo el mérito de la felicidad, pero que atribuimos a la indiferencia de Dios las horas más amargas. En opinión del británico, el dolor provocado por la muerte de personas queridas, por la adversidad o por las desgracias personales, solo podía soportarse si se veía en él una forma de tomar conciencia de nuestra condición y un modo de hacer madurar nuestra difícil relación con Dios. Más que un antídoto contra el sufrimiento, muchos concebimos el cristianismo como promesa de salvación y estímulo de una fe que nos permite tomar conciencia de lo que significa ser hombres.
«La vida no es realidad inútil»
Fuimos creados como individuos irrepetibles, libres, dotados de una personalidad terrenal y de un alma en la que respira el aliento de Dios. Fuimos creados, además, como miembros de una comunidad, partícipes de un proyecto universal destinado a la vida eterna. Para adquirir conciencia plena de esta condición individual y de este proyecto trascendente hemos sido depositados en esta tierra. La vida terrenal no es un mero paréntesis apesadumbrado entre el acto de creación y la llegada de la inmortalidad. Es la realización de la libertad consciente, la afirmación de la presencia de Dios y el reconocimiento jubiloso de la salvación lograda por la Vida, Muerte y Resurrección de Jesús. La vida no es una realidad inútil. Es la posibilidad misma de que el amor de Dios se haga experiencia concreta, de que nuestra imperfección anhelante pueda imaginar la plenitud que nos aguarda.
De la vida en este mundo forman parte estos días interminables de dolor. Los cristianos no debemos preguntar a Dios por las razones de un proceso aterrador, en el que las responsabilidades y limitaciones de los hombres pueden unirse a todas aquellas circunstancias espantosas que hemos vivido a lo largo de los siglos. Pero los cristianos sabemos que Dios no está en silencio. Lo sentimos en nuestro interior, cuando nuestra plegaria y su respuesta se funden en una sola palabra. Rezamos con fervor por todos nosotros, por quienes sufren y están poseídos por el miedo. Por quienes padecen y pronuncian el nombre de Dios una y otra vez, porque rezar también da sentido a nuestra vida en estas horas . Oramos a sabiendas de que nuestra palabra es torpe, defectuosa, pero el nervio que la eleva está inspirado por la gracia. Hablamos y, mediante la oración, se rompe el presunto silencio de Dios. Cuando rezamos, la mirada universal de Dios se vuelve hacia nosotros, atenta y poderosa, con ternura y aflicción, con la enorme dimensión de su consuelo. Y en nuestra palabra palpita, generosa y cercana, la respuesta del Padre. No, Dios no está en silencio. Está solo a la espera de que hablemos. De rodillas, sobre esta tierra que sufre, repetiremos la oración de san Agustín: «Angosto es el habitáculo de mi alma para que podáis entrar: ensanchadlo, vos, Señor».