«Dios mío, líbrame de mi dios» - Alfa y Omega

Hay un verso de Dante en la Divina Comedia que a mí me impresionó muchísimo cuando lo leí: «Y también a los ángeles neutrales, precipitó Miguel en los infiernos». Al principio no lo entendí, pero luego, en una edición anotada de la obra cumbre de la literatura universal, me encontré que había una leyenda medieval en la que, por lo visto, el día de la lucha entre el arcángel Miguel y Satán no hubo solo dos grupos de ángeles, hubo tres. Aparte de los que estaban con Dios y los que militaban con su antagonista, el diablo, también se encontraban los neutrales. Estos eran ángeles, fríos y calculadores, que, cuando vieron que las tropas de Miguel se pegaban con las huestes de Satán, se sentaron en un bordillo de las aceras del cielo y dijeron: «A esperar, a ver quién gana. ¿Que gana Satán? Con Satán. ¿Que gana Miguel? Con Miguel». Y Dante apostilla que el arcángel Miguel, después de echar al infierno a los ángeles malos, arrojó, asimismo, al averno a los neutrales. Al editor del grandísimo poeta cristiano le faltó decir, con el Evangelio de san Mateo, «el que tenga oídos para oír que escuche y entienda».

Cuando escribía Dante –lo recordamos con emoción en el séptimo centenario de su fallecimiento– ya habían inundado la Europa culta los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana, sus visiones de terror y lucha, de esperanza y victoria, alcanzando una repercusión impensable en el desierto literario del siglo X: «Ojalá fueras frío o caliente: por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca». Ya eran muchos los intelectuales europeos que se habían inquietado leyendo a san Juan en las escalofriantes glosas del monje cántabro. Claro que para el tibio, Dios sería un fanático peligroso, un irritante aguafiestas que le amarga las satisfacciones que él cosecha de su tibieza, un exagerado que saca las cosas de quicio. Ese Dios es un extremista, un talibán de la verdad y la justicia, y el tibio ha oído que la virtud está en el medio, confundido tantas veces con la equidistancia, en la que se sitúa, sin darse cuenta de que frecuentemente se sumerge en la aberrancia.

La historia nos ha hecho ver en multitud de ocasiones cómo actitudes tibias, convicciones blandas, han hecho posible atrocidades que la humanidad debiera haber evitado con todas sus fuerzas, mientras las voces desconcertadas de las víctimas se preguntaban por el silencio del cristiano, del hombre al que una cultura de 2.000 años había dado significado, criterio moral y sentido de la civilización. Algo hemos aprendido de nuestro pasado más próximo, lo suficiente como para que Habermas se lamentara a los cuatro vientos del vacío que la carencia de una idea de eternidad y de sentido último de la existencia había dejado en el corazón del hombre.

En el universo católico, Karl Rahner, uno de los grandes teólogos del siglo XX, pensaba que sin la experiencia interior de Dios, ninguna persona, a la larga, podía mantenerse cristiana bajo la presión de un ambiente tan fuertemente secularizado como el actual, donde el conocimiento científico y la técnica han reprimido la vivencia de lo sagrado. «El cristiano del futuro o será un místico o no será cristiano», nos alertó el jesuita alemán. En verdad, hay un místico escondido en cada hombre, a veces algo adormecido, que espera solamente la ocasión para despertar de ese sueño. No tenemos más que leer a Juan de la Cruz, el mayor lírico de la mística de Occidente, para darnos cuenta de que accedemos a una singular experiencia de Dios, a una realidad distinta que excede al hombre: «Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. Para ahondar en la veta mística del cristianismo basta con que Teresa de Jesús nos lleve con la lectura de Las moradas a ese séptimo recinto donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.

En estos tiempos de plegarias neutras, de pensamiento endeble, de anemia religiosa, recuperemos para el cristianismo el latido vivencial, el pulso experiencial que nos permita conectar con el fondo de misterio que, como hijos de Dios, existe en nosotros. San Pablo nos lo aclara muy bien cuando, por medio del libro de los Hechos de los Apóstoles de Lucas, precisa que Dios no está lejos de ninguno de nosotros porque en Él vivimos, nos movemos y somos. Si estuviéramos convencidos de que es más íntimo para nosotros que nuestra propia intimidad, jamás tendríamos una aproximación mecánica, contable, a la religión, sino que como el teólogo luterano Bonhoeffer solo creeríamos en un Dios nada domesticado, que mueve y conmueve, ante el cual se pudiera bailar de gozo o blasfemar de desolación. Siglos atrás otro místico, el maestro Eckhart, elevaba su oración al cielo: «Dios mío, líbrame de mi dios», la misma súplica que sale de la boca de muchos cristianos de hoy que desean vivir contemplativamente la presencia primigenia del Creador y distanciarse de sus representaciones elaboradas desde la dogmática y desde una religión que no sirva para manifestar una fe sino para defender una ortodoxia.