«Dios existe y la prueba es que conseguimos escapar todos» - Alfa y Omega

«Dios existe y la prueba es que conseguimos escapar todos»

Charles Mbikoyo fue secuestrado por el grupo rebelde Liberación Popular de Sudán junto con otros 39 niños. Hoy es sacerdote y, tras estudiar Filosofía en Roma, regresa a su país para «continuar con la misión»

Victoria Isabel Cardiel C.
Charles Mbikoyo en un momento de la entrevista, en la plaza de San Pedro, en el Vaticano. Foto: Victoria I. cardiel

Charles Mbikoyo Andrew convivió con sus pesadillas durante muchos años. Se despertaba sobresaltado con sudores fríos y ansiedad en medio de la noche. Fusiles. Machetes. Sangre. La guerra ante él. Con tan solo 13 años fue secuestrado en el seminario donde estudiaba, junto a otros 39 niños, por un grupo armado perteneciente a la Liberación Popular de Sudán (SPLA). Era el año 1989. La guerra civil, que acabó con la independencia de Sudán del Sur en 2011, había comenzado seis años antes.

A pesar del conflicto, él asegura que era un niño feliz. «Íbamos a la iglesia con mis padres y cuando veía al sacerdote celebrando Misa, solo quería ser como él. Le imitaba dando galletas a mis hermanos como si fuera la comunión», explica. En sus primeros recuerdos de la infancia ya se abre paso su deseo entrar en el seminario. Una vocación que estuvo a punto de ser sesgada por la brutalidad: «Todos los chicos estábamos durmiendo. Era medianoche y nos despertamos asustados al escuchar disparos. Los rebeldes irrumpieron a la fuerza en el edificio y arrestaron a nuestro rector. Nos escondimos, pero nos amenazaron gritando que iban a prender fuego. Estábamos atemorizados», recuerda.

El seminario donde estudió está situado en la diócesis de Tombura-Yambio, una zona tranquila hasta ese momento. De hecho, era la primera vez que los guerrilleros llegaban hasta allí. Los combates entre la facción del sur, los rebeldes, y el norte, el grupo de cariz islámica del Gobierno, estaban hasta entonces alejados del poblado. «Nos ataron y nos obligaron a subir en una furgoneta. Estábamos muertos de miedo. Lo único que repetían era que íbamos a recibir educación. Nos quitaron todas nuestras pertenencias y nos dejaron solo con una camiseta y los pantalones», recuerda.

Desmayados de cansancio

Viajaron varias horas entre llantos. Y, cuando por fin les dejaron salir del vehículo, solo vieron árboles frondosos. «Estábamos en medio de la selva, pero no sabíamos dónde. El rector les pedía todo el rato que nos liberaran, pero amenazaron con matarlo si continuaba lamentándose. Al día siguiente, comenzamos con los ejercicios militares», describe. Habían sido arrancados a la fuerza de su infancia para reclutarlos como soldados. «Eran ejercicios durísimos. Corríamos sin parar desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Aunque estuviera lloviendo. Muchos días acabábamos desmayados del cansancio. No comíamos nada; solo cuando nuestros secuestradores encontraban por el camino a alguien y le robaban», señala.

Mbikoyo apaga su sonrisa cuando se le pregunta por el trato que recibían: «Los rebeldes están acostumbrados a la vida en la selva. Tienen una gran resistencia física a la que nosotros no estamos habituados». Por otro lado, «si ellos conseguían comida, la compartían con nosotros. El problema era si alguno se equivocaba. Entonces sí le pegaban». La tortura duró exactamente tres meses. Ese era el tiempo previsto de entrenamiento militar. Después tocaba ir a la guerra. El sudanés recuerda que solían apuntarse el pasar de los días para no perder la noción del tiempo. «También nos dieron armas. Y nos enseñaron a disparar», lamenta.

—¿Qué pensaba en esos momentos?

—Rezaba mucho. Aunque había perdido completamente la esperanza. El rector nos sostenía psicológicamente. Pero sabíamos que íbamos a tener que ir a la guerra y que tendríamos que disparar a gente. Y eso me asustaba.

—¿Podía dialogar con ellos?

—Solo podíamos contestar «sí, señor» a sus peticiones. Estaban drogados y borrachos todo el día. No se podía mantener una conversación con ellos.

No habla desde el rencor. Ahora tiene 46 años. Es sacerdote y acaba de terminar sus estudios de Filosofía en la Universidad Urbaniana de Roma. Sus heridas han cicatrizado, por fin, después de más de tres décadas: «Sí, claro que los he perdonado. Cuando estaba secuestrado solía pensar que ellos también habían sido niños. Niños a los que habían secuestrado a su vez, y a los que habían convertido en robots de la violencia. Han crecido combatiendo, en medio de la guerra y no conocen otra cosa».

UNICEF estima que más de 9.000 niños fueron reclutados por fuerzas y grupos armados de ambas partes durante el conflicto sudanés. A finales de 2012, unos 4.000 niños fueron liberados y devueltos a sus familias. Mbikoyo logró escaparse junto con otros cuatro compañeros. «Sabíamos que no podíamos irnos todos a la vez y nos dividimos en pequeños grupos. Supimos que había un campamento militar del Gobierno cerca. Era muy peligroso. Si nos pillaban, nos matarían. Pero era nuestra única oportunidad. Escapamos a plena luz del día. Es la vez que más he corrido de toda mi vida», rememora. Estaban exhaustos. Habían corrido sin parar durante un día entero. Y lo primero que hicieron al llegar al poblado de Yei –cerca de las fronteras de Uganda y la República Democrática del Congo– fue preguntar por la iglesia. «El obispo de esa diócesis llamó a nuestro obispo. Fue una inmensa alegría para todos. Mis padres habían celebrado mi funeral porque estaban convencidos de que había muerto».

La historia de su huida no tiene explicación a los ojos de la razón: «Dios existe y la prueba es que conseguimos escaparnos todos. Somos como hermanos. Hablamos a menudo. Solo tres somos sacerdotes. Los otros dos son párrocos en mi país». Su plan es regresar a casa para continuar con la misión en la Iglesia. «Me gustaría ayudar a los niños soldado a salir y recuperar su vida. Creo que soy un ejemplo de que otra vida es posible», concluye.