Esta novela corta es la más sencilla de Gabriel García Márquez, considerada por autoridades como Benedetti como la verdadera obra maestra del colombiano. Es un placer doble, por tanto, leerla en un genuino formato de bolsillo, que coincide en escaparates con la gira de su adaptación teatral dirigida por Carlos Saura, retomada en una nueva temporada tras el confinamiento. Conviene aclarar que El coronel no tiene quien le escriba es una pieza autónoma que participa, no obstante, de ese universo garciamarquiano de Macondo que culmina en la célebre Cien años de soledad. Nos traslada a un lluvioso mes de octubre para empezar a contarnos la historia de un viejo coronel retirado, olvidado por la sociedad en un pueblo de borrosos contornos, que cada viernes desde hace 15 años acude al puerto con la esperanza de recibir la carta oficial que responda a la justa reclamación de sus derechos por los servicios prestados a la patria. Abandonado por la Administración, a la espera de la pensión de veterano de la guerra civil que nunca llega, el protagonista malvive en la pobreza. Solo le queda el amor de su anciana esposa, asmática, aun más enferma que él; mujer de fuerte carácter, «endurecido por 40 años de amargura». Es muy crítica con todo lo que él hace o deja de hacer, le reprocha siempre su «resignación», pero jamás deja de cuidarle, a base de echarle imaginación para ir vendiendo los pocos bienes que les quedan, apenas un reloj y un cuadro, y reinventarse diariamente en exiguos menús para sus resentidos estómagos, haciendo milagros con la economía doméstica (bromean con «el milagro de la multipicación de los panes») y, además, zurciendo y remendando para sostenerse asombrosamente en el vacío. Solo el gallo de pelea heredado del hijo Agustín, fusilado por repartir propaganda ilegal, es una potencial fuente de ingresos para ambos, bien por lo que pueda reportarles su venta directa, opción que apoya, con su mentalidad práctica, la señora, bien por lo que pueda hacerles ganar en apuestas si le hacen pelear, posibilidad de mayor incertidumbre a la que se aferra, sin embargo, tozudo el coronel. La discrepancia sobre cómo hacer rentable el activo que representa el animal para el hogar hipotecado se recrudece a cada página, alimentarlo es una inversión insostenible y el hambre arrecia para los tres. El coronel resiste y no desiste de la idea de mantener al gallo: «Compra maíz. Ya sabrá Dios cómo hacemos nosotros para arreglarnos».
En medio del amargo panorama, plomizo como el cielo de la narración, que no se despeja, pocos personajes más entrañables en la historia de la literatura que el ingenuo, paciente pero íntegro, coronel, a quien acompañamos en sus íntimos pesares. Es muy fácil comprender sus sentimientos y apegos. Mientras padece una constante pérdida alrededor de sus seres queridos y allegados, el gallo es el vínculo, cálido y palpitante, que le queda con su hijo muerto; el ave es un símbolo de esperanza y orgullo en medio de la árida soledad crepuscular. Desea conservarlo a toda costa, y lo que más le preocupa es dejar intacto el honor familiar, que el vecindario no se entere de hasta qué punto están pasando penurias económicas; mientras que su esposa, llegados a los extremos de miseria que sufren, le rebate con que «la dignidad no se come», harta de poner a hervir piedras en una olla para disimular ante los vecinos que no tienen nada que cocinar. No es raro acostarse sin cenar en la casa, tampoco que la mujer rece el rosario por la noche, en medio de la tormenta. El coronel no lo hace, pero cree firmemente que «Dios es su copartidario». Y no pierde la fe: «Es invierno. Todo será diferente cuando acabe de llover».
Gabriel García Márquez
dBolsillo
104
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