Detrás de la puerta - Alfa y Omega

Detrás de la puerta

En este cuento de Navidad, Guillermo Vila refleja todas esas puertas a las que llamamos, sin encontrar sentido a la vida

Guillermo Vila Ribera

La primera puerta a la que llamó tenía el pomo dorado y la madera recién lijada. Diego esperaba encontrar ahí algo de paz. El día anterior, Lucía le había dejado. Le dijo que le quería, pero como amigo, como si tal cosa fuera posible. En realidad, no se lo dijo. Lo escribió. En plan, además. Y con abreviaturas. «Tq muxo xo prefiero que seamos amigxs». Diego se regodeaba en un dolor que no entendía. A los 19 años, el abandono es un monstruo desconocido que se presenta sin avisar. Todas las promesas hechas coreaban un solo dramático que hacían imposible aquella tarde de domingo. Solo, frente al espejo, gritaba un para qué ruidoso. Su madre le había regalado un libro breve lleno de imperativos que, en vez de ayudar, le hacían sentir más culpable aun. «No tengas miedo», «sé tú mismo», «la felicidad te está esperando al otro lado de la puerta»… y cosas así. Al final del libro, el coach había puesto su teléfono de contacto. Camino de la consulta, en el Metro, Diego observaba las caras de sus compañeros de vagón. Todos miraban hacia abajo, a un lugar indeterminado entre la pantalla del móvil y su ombligo. Próxima parada: Esperanza. La consulta estaba dominada por el blanco. Había una orquídea rosa junto a un cuadro con una foto de un maestro budista. El mentor se llamaba Teo.

—Mira, Diego, sé que querrás llamar a tu exnovia todo el rato, pero no debes hacerlo.

—Ya.

—Debes reorientar ese deseo, encontrar un nuevo enfoque.

—¿Y eso cómo se hace?

—Coloca la mano sobre el corazón y vuelve a conectar con tu cuerpo.

—Pero mi cuerpo también está enamorado de Lucía.

—¿Qué es el amor, sino un dejar marchar, un soltar?

En el viaje de vuelta, Diego pensó en los consejos de Teo. Lo hizo seriamente: «¿Y si tiene razón?». Pero el dolor seguía estando exactamente en el mismo sitio en el que lo había dejado. Nuevas preguntas irrumpían en su cabeza: «¿Para qué la quise?, ¿y por qué me dijo el verano pasado que al próximo año iríamos a París si no iba a haber un año próximo?». Trató de dejar pasar esos pensamientos, tal y como le había enseñado Teo: «Dejar pasar, dejar pasar, conéctate con el ahora –pero es ahora cuando me siento morir de pena–, recuerda quién eres y tal».

Esa noche sus amigos le convencieron para salir de fiesta. De chill, dijeron. En el parque, se mostró más taciturno de lo habitual. Lucía seguía ahí, en cada célula de su cuerpo. Le ofrecieron un mini. Y luego otro. El alcohol es una puerta engañosa que envuelve el dolor en una bruma precisa, es un paréntesis que ahoga el pensamiento en un paisaje sin horizonte, plano, vasto y frágil. «Enséñame a olvidarme de pensar», le dice Romeo a su amigo Mercucio. «Todos tenemos un Mercucio –pensó Diego–. Yo tengo varios». Del último bar salieron dando tumbos; «un clavo quita otro clavo», se decía mientras trataba de enhebrar alguna promesa eficaz a los oídos de su Rosalina. Que esa noche era Marga. A la mañana siguiente no recordaba su nombre. Vergüenza y asco. Esa puerta encerraba más miseria que el mindfulness.;

Pasaron los días, lentos. Su tristeza iba haciéndose mayor, se adhería a su cuerpo con naturalidad, como un quiste de pronóstico reservado. El miedo iba ganando terreno en su vida: la ruptura con su novia le había presentado terrores nuevos. Se asustaba al cruzarse con un perro por el parque, una presión insoportable le escalaba el pecho cada vez que tenía que hablar en público en clase, empezó a obsesionarse con todo tipo de enfermedades. Sus padres, asustados por los síntomas, le imploraron para que fuera a un psiquiatra. Y fue. Salió de la consulta del doctor con un par de recetas que intercambió en la farmacia por una caja de Orfidal y otra de Seroxat. Para los momentos peores y para conciliar el sueño. «Es una ayuda –le dijo el médico–. Es para que estés más tranquilo». Como si eso fuera bueno. Al cabo de dos meses, no podía pasar sin esa ayuda. Pero el dolor, disfrazado de vacíos varios, seguía ahí, los momentos peores eran ya casi todos.

Diego escribía un diario: «No sé qué me pasa. Ya no sé si es por Lucía o por algo más grande que no acabo de entender, pero la verdad es que me pesa la vida tanto que creo que voy a dejarme ir. No tengo fuerzas para seguir peleando. Es como si el tiempo fuera un rival imposible para mis pocas ganas. Recuerdo a ese chico amable y algo tímido que era antes y me parece estar viendo a otra persona. Ahora me siento tan pequeño, tan cansado, tan vacío…». Ese no se qué seguía clavado en su alma con precisión. Mientras, el no sé para qué comenzaba a asomar justo al otro lado de su tristeza.

Entonces apareció una puerta enorme, bien plantada y de color brillante, a la que llamó con ganas, ya con los nudillos algo gastados Estaba escondida detrás de una story de Instagram. La subió sin mucho entusiasmo. Un par de filtros, una canción de Izal y su rostro ensimismado en un parque cualquiera, este otoño de Madrid con su cielo inmaculado, las hojas doradas y un par de frases redondas. Eran las seis de la tarde. Los me gusta empezaron a llegar, al principio despacio y luego a tirones, como si dialogaran entre ellos y se invitaran a pasar a esa coreografía algorítmica. Allí estaban sus amigos y los amigos de sus amigos y una exnovia, su madre, el abuelo del pueblo al que solo veía en Navidad… y la mejor amiga de Lucía, cuyo me gusta despertó la incertidumbre de Diego: «¿Lo habrá visto ella?». Se sintió mejor, un fogonazo de energía recorrió su columna vertebral, fue como un espasmo de la antigua alegría. Instagram le propuso promocionar su publicación porque había tenido más repercusión de la habitual. Fueron tres horas rápidas y balsámicas. Pero a eso de las nueve, los clics comenzaron a esparcirse. El número se movía ya con lentitud. Diego tenía los ojos cansados y el dedo gastado de subir y bajar la pantalla
–rota, en diagonal perfecta– de su teléfono: el pecho, ay, volvía a pesar más allá de la ciencia. Así que dejó el móvil encima de la cama y salió a la terraza, donde le esperaba una noche fresca y limpia, el cielo estrellado y lento hacían innecesarias las metáforas. Levantó la mirada: todo parecía perfecto allí arriba, equilibrado en la misma medida en que lo hacen sus libros y plantas, que caen suavemente mecidos por la gravedad, como sus lágrimas de este presente, que rozan la carne y empapan la celulosa de un pañuelo diseñado con precisión química. «Hay un orden», pensó, allá arriba y acá abajo, hay un orden, pero no conmueve. El razonamiento, esa puerta fría, de metal, le suavizó el dolor, pero solo unos minutos. De vuelta a la calidez de su habitación desordenada, la sombra seguía ahí.

Pasaron los días y una nebulosa de conformismo fue envolviendo su tristeza. Vivió los siguientes meses en un estado de espera –como aquella canción extrema que pareció hablarle de su rubia y de su pelo–, narcotizado quizá por la certeza de que nada tenía sentido. Había leído a un par de franceses que convirtieron la existencia en un ismo amargo: que si el otro era un infierno, que si el suicidio era de valientes y alguna cosa más. Leyó aquellos libros y por ellos acabó en una manifestación llena de banderas y por ellos se vio a sí mismo vociferando consignas ajenas que trataba de hacer propias. Se sintió bien en medio de la estadística. Fueron muchos a aquella concentración que protestaba por el clima, el euro, las armas, los pobres, las hipotecas, los animales: Diego sintió renovar su espíritu y, como bilocado de su yo triste de los últimos meses, se dejó llevar a esa voz nueva, surgida de las ajenas, un cuerpo nuevo, el de la suma, un hombre nuevo frente al viejo mundo. Aquello parecía una canción de Vetusta Morla. La manifestación acabó en una carrera Castellana arriba con la Policía pisándole los talones. Huevos y adrenalina, rumor de botas y un breve en el telediario. Sus nudillos habían llamado a una puerta roja y tras ella encontró su puño cerrado, tenso, lleno de ira. Luego vino la afiliación al partido, las asambleas y una estética compartida que comenzó a desdibujar al chico triste que fue.

Y que volvió a ser. Acabó la carrera y, aunque Lucía ya no ocupaba su corazón, aquel primer desengaño le había transformado. Como si su salto de madurez hubiera empezado con una ruptura integral, con esa chica, pero también con la comodidad de un mundo conocido y pacífico llamado niñez. El Diego adulto en que se estaba convirtiendo era un hombre apagado y resentido y con la sensación de que el mundo le debía algo. Había una promesa no satisfecha que yacía escondida en algún punto entre su DNI y su corazón. Llegó un día, mediado diciembre, en el que, solo ante el espejo, no reconoció su reflejo: «¿Y quién soy yo?».

Esa misma tarde, con el eco de la pregunta aún encendido, subió en el coche familiar camino del pueblo a pasar las vacaciones de Navidad. Para él, esas fiestas eran luces vacías y regalos de compromiso. Al llegar, un frío sin humo llenó sus pulmones de un aire distinto. Salió a pasear por las calles vacías, empedradas y húmedas, mientras la tarde iba enhebrando minutos de vida en los rostros conocidos y serenos con que se cruzaba. «Ahí va el chico de Julián», decían al verle pasar. «El chico de Julián. Tengo un nombre y una historia, tengo una biografía de la que no puedo apearme», pensó. Al llegar al final del pueblo vio una casa que siempre le pareció abandonada. Este año lo parecía aún más. La puerta, o lo que quedaba de ella, estaba entornada. Era una puerta fuerte, de una madera vivida, pero bastante fea, llena de desconchones. Llamó, con los nudillos ya ensangrentados, tan cansados. Una voz lejana, pero que sonó muy adentro, le invitó a pasar. Al cruzar la puerta, esta chirrió con delicadeza. Dentro había unas mesas viejas y unos tablones tirados, un montón de paja desperdigada por el suelo y un cálido olor animal. Cuando ya iba a dar media vuelta escuchó de nuevo la voz, lejana y cercana, que le interrogaba:

—Y tú, ¿quién eres?

—No lo sé.

—¿Y qué es lo que buscas aquí, tras esta pobre puerta desvencijada?

—No lo sé.

—¿Y qué es lo que sabes?

—Que tengo frío y me siento solo y me gustaría dejar de sentirme así. He llamado a todas las puertas posibles, tengo las manos destrozadas, pero sigo sintiéndome vacío.

—¿Por qué te preguntas si la vida tiene sentido?

—Porque espero que lo tenga.

Hubo un silencio cómodo. Una respuesta empezó a recorrer su cuerpo, al principio como un rumor, luego como un saber antiguo, al final como una palabra nítida, recién nacida, pobre y verdadera, una certeza que él ya había visto. Diego recordó entonces a su abuelo en la Misa del Gallo. Siempre le impresionó cómo se arreglaba para esa ceremonia. Una camisa vieja, pero muy limpia, la bufanda ceñida, las pinzas del pantalón perfectamente planchado. Se arrodillaba ante el altar y, con sus muchos años de orgullo y trabajo a cuestas, cerraba los ojos. Le vino aquella imagen, parado en mitad de esa habitación extraña, tras la puerta fea y rota, ante esa voz que salía de algún sitio entre sus preguntas. Recordó entonces a su abuelo y cómo besaba al pequeño niño que le ofrecía el párroco humilde de aquel pueblo perdido de una Castilla historiada y remota.

Diego salió de allí, cerró la puerta, miró al cielo y esbozó una ligera sonrisa.

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