«Después del ictus, me sentí el más pobre del mundo»
Un ictus o un accidente que cause daño cerebral sacude de arriba a abajo la vida de quien lo sufre y de su familia. La rehabilitación es clave para minimizar las secuelas y su impacto. Pero, en España, dos tercios de las personas con este problema pasan directamente del hospital a su domicilio, sin recibir esta ayuda
Después de estudiar Medicina y pasar casi toda su carrera profesional en el mundo de la industria farmacéutica, Julio estaba «acostumbrado a ver la enfermedad como estadísticas, algo ajeno». Todo cambió cuando el verano pasado, durante un congreso, le dio un ictus que afectó a todo el lado izquierdo de su cuerpo. «Tienes que asimilar en un día una pérdida de capacidades que equivale a 40 o 50 años. A mi pierna y mi brazo no les pasaba nada, pero no se movían porque el problema estaba en la cabeza», explica a Alfa y Omega.
Cuando se estabilizó, su hospital le envió a la unidad de Daño Cerebral Rehabilitable de la Fundación Instituto San José, de la diócesis de Madrid gestionado por la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Esta institución es centro de referencia en Madrid en un ámbito en el que el vacío existente dificulta muchas veces la recuperación de los pacientes. «Centros especializados como este son escasos y hay pocas plazas», explica. Julio tuvo suerte pero, entonces, el cambio le abrumó. «Cuando te pasa esto, te da la sensación de que eres el más pobre del mundo, porque has perdido la capacidad de generar cosas. Eres como un muñeco al que llevan a los sitios».
Durante su estancia en la fundación, a las afueras de Madrid, los fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales y logopedas le ayudaron «a volver a conectar el cerebro con el resto del cuerpo. Tuve que reaprender los movimientos que aprendemos naturalmente de niños». En enero se fue a casa, pero todavía va tres horas cada tarde para seguir la rehabilitación.
Camina con bastón, y aunque la inmovilidad se le nota sobre todo en la mano, le interesa especialmente el trabajo con la logopeda. «Yo me dedicaba a dar charlas, y me preocupaba perder la dicción. Me están enseñando a respirar, a proyectar la voz… Quiero recuperarme y volver a trabajar en la medida que pueda. Aunque necesite alguna ayuda. ¡No es necesario correr los 100 metros lisos!».
Cerca del 80 % de las 50 personas con daño cerebral que atiende esta unidad de la Fundación Instituto San José –30 ingresadas y 20 ambulatorias– ha sufrido un ictus u otro accidente cerebrovascular. El resto son, en su mayoría, víctimas de un traumatismo craneoencefálico. La proporción es similar entre las 420.000 personas que viven así en España. En los últimos años los traumatismos se han reducido, pero «los accidentes cerebrovasculares están aumentando y afectan cada vez a más gente joven –explica José Manuel Sánchez Aparicio, coordinador del Área Clínica de Rehabilitación–. El estilo de vida, el estrés… hacen que empiece a convertirse en normal que lleguen pacientes de 50, 40 o 30 años».
Un terremoto personal y familiar
Cuando un ictus o un derrame irrumpe en la vida de una persona, «desestabiliza muchísimo, tenga 20 años u 80. El drama personal y familiar es muy similar. Pasan a ser una persona distinta. Casi todos tienen secuelas en mayor o menor medida». Cuando los médicos se plantean dar el alta porque la vida ya no corre peligro, suelen persistir sin embargo problemas de movilidad, de habla, dificultad para comer… y, en algunos casos, pérdidas cognitivas que afectan a la identidad de la persona, a sus recuerdos y a su autonomía.
Todo este cambio también afecta, y mucho, al entorno. «Uno de los familiares –continúa el médico– suele tener que actuar como cuidador principal. Antes era sencillo que un pariente pudiera dedicarse a ello, pero ahora es una excepción». Para muchos cónyuges es inviable dejar de trabajar; y a veces asumen esta tarea los padres, ya mayores. «Un daño añadido es cuando el paciente tiene hijos pequeños».
Esto, si existe familia. En caso contrario, las implicaciones sociales son mucho mayores. Cuando no se ve claro que vaya a haber un cuidador principal, interviene el trabajador social. También si hay que adaptar el hogar o el paciente necesita ayuda a domicilio. «En ocasiones, hay que empezar a gestionar las ayudas a la dependencia». Pero estas se hacen de rogar: una cuarta parte de las personas que tiene derecho a ellas todavía no las recibe.
El tiempo es oro
Para que este terremoto tenga el menor impacto posible, es clave la rehabilitación. «Casi en ningún caso va a ser curativa –aclara el doctor Sánchez Aparicio–. Se trata de lograr la mayor independencia posible, haciendo que otras estructuras nerviosas asuman las funciones de las partes del cerebro que han muerto». Esta adaptación es limitada y, para lograrla, hay que actuar con rapidez.
Pasados seis meses desde un accidente cerebrovascular, o un año si es un traumatismo, es probable que no se recupere mucho más. Estas ventanas –aclara el médico– no son, con todo, totalmente fijas. «En algunos pacientes es posible que continuando la rehabilitación en ámbitos muy específicos se pueda ganar todavía algo, quizá dos meses más allá del tope. Por eso los plazos no deben ser cerrados, hay que elaborar un plan para cada caso».
Para ello, se tiene en cuenta la opinión de todos los profesionales: médicos, enfermeros, auxiliares, y los distintos tipos de terapeutas: los fisios, los logopedas, o los terapeutas ocupacionales, que se encargan de mejorar la habilidad manual y de reenseñar al paciente rutinas como el cuidado personal, hacer la compra u otras actividades domésticas.
Un reto para el modelo sanitario
El aumento de casos de daño cerebral en personas con más vida por delante, y la necesidad de aplicar lo antes posible, durante meses y con flexibilidad, un tratamiento interdisciplinar hacen de esta rehabilitación todo un reto para la Sanidad pública. «Es un sistema muy complejo, con variables que el modelo actual, muy dirigido al paciente agudo, probablemente no visualiza –reconoce Sánchez Aparicio–. A nivel nacional, en torno al 60 % o 70 % de pacientes van directamente del hospital a su domicilio, sin rehabilitación. Creo que la Administración es consciente de que hay un problema y de que hay que buscar medios para solucionarlo».
En este sentido, la Federación Española de Daño Cerebral reclama una estrategia nacional con criterios claros sobre los tratamientos y cuándo dar el alta, que haga posible la atención universal a estos casos y superar las diferencias entre comunidades autónomas. Así se pidió durante el I Congreso Nacional de Daño Cerebral que organizó en marzo la Fundación Instituto San José para poner en común los últimos avances en su diagnóstico, tratamiento y rehabilitación.
En Madrid, el Instituto San José y otros dos hospitales privados suman 90 camas concertadas para rehabilitación del daño cerebral en pacientes del Servicio Madrileño de Salud. «También atendemos a cerca de un 10 % de pacientes derivados de otras comunidades, de aseguradoras o privados», explica el doctor Sánchez Aparicio.
Para seguir dando respuesta a esta necesidad creciente, el instituto está dando también los primeros pasos para poner en marcha, en el mismo recinto, un Instituto de Rehabilitación.
Innovación… y una sonrisa
Julio valora la apuesta de la orden por la innovación y la calidad. Pero subraya, sobre todo, el valor que en el centro tiene el carisma hospitalario de la orden. «Por muy buena que sea la institución, al final todo depende de la persona que tienes delante. Y aquí tratar bien al enfermo es parte de lo que se exige al trabajador. Cuando eres tan frágil una sonrisa, que te traten como a una persona, es mucho más importante que todo lo demás».
En el I Congreso Nacional de Daño Cerebral que organizó en marzo, la Fundación Instituto San José presentó su Unidad de Terapia en el Agua. Este proyecto nació hace nueve años, «cuando en España apenas había unidades así, pensadas para cubrir las necesidades de todo tipo de personas con discapacidad», explica María Alonso, su responsable.
Por la piscina pasan cada año unos 300 adultos y niños, el 80 % con daño cerebral. Las tarifas son asequibles, pues la fundación no tiene ánimo de lucro y busca que el máximo número de personas se beneficie de la ayuda que supone el agua para la rehabilitación. En primer lugar, «facilita los movimientos. Una persona que fuera no puede levantar el brazo, aquí sí. Y nosotros lo aprovechamos para enseñarles a hacerlo en tierra firme. Y, como no hay riesgo de caerse, trabajamos el equilibrio». También está estudiado que aumenta la autoestima y confianza de los pacientes. «Rompe con la rutina y hace que estén más motivados. Además, se crea una relación muy importante entre todos ellos».
Fuera del ámbito de la rehabilitación, la piscina es pionera en trabajar con niños en cuidados paliativos. «Se lo planteamos al grupo de reflexión sobre bioética, porque no sabíamos si el beneficio superaba al esfuerzo para las familias. Pero está siendo una experiencia muy buena para normalizar su situación y mejorar su vida».