Hay una tremenda escena en Diálogo de carmelitas, la genial obra de Georges Bernanos, en la que la priora del convento, agonizante, disparata sobre lo que ha sido su propia vida de entrega y oración. Hasta el último momento, como decía un viejo misionero, cualquiera de nosotros puede cometer una tontería, por eso Teresa de Jesús pedía con insistencia la gracia de morir «hija de la Iglesia». Digo todo esto al hilo del tristísimo espectáculo en que se ha convertido recientemente la rebeldía de las clarisas de Belorado, convertida en carne de talk show como era previsible. No voy a entrar aquí en los problemas inmobiliarios, ni en las heridas personales de una abadesa. Cualquier problema puede encontrar solución dentro del camino de la Iglesia y, como ha dicho el arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, una discusión inmobiliaria no puede explicar la decisión de abandonar la barca de Pedro rechazando a los últimos seis pontífices y el magisterio del Concilio Vaticano II.
Uno puede equivocarse de muchas maneras, cualquiera que sea su vocación y su tarea, y no es el fin del mundo. El verdadero drama, o la tragedia, acontece cuando se desdibuja el vínculo con el cuerpo total de la Iglesia, que nadie puede configurar a su gusto. Es una realidad perfectamente verificable a lo largo de la historia que quien se desgaja de ese cuerpo se pierde. Cuando pienso en estas mujeres que han dedicado una vida entera a servir a Dios y a la Iglesia en el silencio y en la oración siento una mezcla de tristeza y piedad, porque fuera de la carne concreta de la Iglesia presidida por Pedro y los apóstoles, hasta lo sublime se degrada y se pervierte. Por eso, el juicio sobre quienes las han manipulado y engañado solo puede ser muy severo. Como decía Newman, la Iglesia siempre está azotada por toda clase de vientos y si la barca no se ha hundido después de tantas tempestades es porque su Señor la conduce. Incluso este disparate puede ser sanado, y hay que pedirlo con insistencia.
Es momento también de redoblar el agradecimiento y la atención —esto nos compete a todos— a los hombres y mujeres que, con su oración y vida de comunidad y de obediencia, sostienen como columnas el edificio de la Iglesia.