Des-encuentro - Alfa y Omega

Sea en la forma cruel de las guerras, sea en la polarización alentada por aquellos que en política buscan justificar lo injustificable o en la Iglesia no tienen recato ni disimulo en romper la comunión, sea en el rechazo de los necesitados de acogida, cuidado y solidaridad, sea en otras formas que el lector puede añadir, la triste verdad es que el desencuentro marca el signo de nuestro tiempo. Enfrente se alza el liderazgo religioso y moral de un Papa empeñado en favorecer una cultura que recupere el sentido de la existencia humana, dando relieve a relaciones personales donde estén presentes la gratuidad y el diálogo; a un sentido de trabajo que dignifique la vida; a unas relaciones sociales que construyan el nosotros del pueblo y respeten la casa común de todos, y a unos valores que permitan pasar del bien estar individualista al buen ser comunitario. Esa categoría del encuentro implica el binomio identidad-relación, con la salida de uno mismo para dejarse afectar por la presencia del otro.

Francisco comparte su convicción de que en el encuentro personal con Jesucristo nace una persona nueva, como Jesús le dijo a Nicodemo. El que se encuentra con el Señor siente la autoridad de sus palabras y obras naciendo de lo profundo de su ser, siempre liberando y ayudando a crecer. Benedicto XVI lo expresó de maravilla al decir que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por «el encuentro con una persona, que da un nuevo horizonte de vida y, con ello, una orientación decisiva».

Ese encuentro real y concreto con el Señor no se da en aquellas formas de mundanidad de una fe encerrada en el subjetivismo, o en un «neopelagianismo autorreferencial y prometeico» en el que una aparente seguridad doctrinal da lugar a un elitismo sin misericordia. En ambas formas no interesan ni Jesucristo ni los demás, aunque puedan aderezarse con una retórica cristológica y social. Del auténtico encuentro brota un dinamismo evangelizador y surge una Iglesia pueblo de Dios que se realiza en la comunión de la mística del vivir juntos y caminar juntos, y se expresa en la misericordia, que cura las heridas e incluye a todos, saliendo a las periferias existenciales.

La cultura del encuentro no es compatible con un colonialismo de talante imperialista y totalitario que aniquila a los otros ni con un sincretismo conciliador que reduce la particularidad de cada individuo a la uniformidad anulando la alteridad y la diversidad. El símbolo geométrico que mejor representa esa cultura es el poliedro, como expresión de una sociedad donde las diferencias pueden convivir complementándose, enriqueciéndose e iluminándose unas a otras. Una sociedad donde de todos se puede aprender algo, donde nadie es inservible, descartable o prescindible.

Claro que el encuentro se da entre personas físicamente cercanas. Pero también se puede dar a través de canales virtuales. Eso sí, no basta con estar digitalmente interconectados para que acontezca. Se precisan escucha paciente, libertad y gratuidad. Es engañosa una comunicación virtual que tiende a exasperar, exacerbar y polarizar (Fratelli tutti, 15) vaciando de sentido palabras tan valiosas como unidad, fraternidad, libertad o democracia, o manipulándolas a través de nuevas formas de colonización cultural o de «movimientos digitales de odio y destrucción» (FT 43). La cultura del encuentro reclama prácticas de buen uso de los medios tecnológicos junto al cultivo de la comunicación humana.

En la esfera global, al encuentro lo interpelan las migraciones, la desigualdad creciente o la ausencia de instituciones de política internacional mediadoras del bien común global. En ese sentido, vemos el daño que producen los «nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos» (FT 11), al igual que los falsos «universalismos autoritarios y abstractos», que terminan «quitando al mundo su variado colorido, su belleza y, en definitiva, su humanidad» (FT 100). La conversación cívica, la búsqueda de consensos o la amabilidad sí favorecen la amistad social, el perdón y la artesanía de un camino de curación de heridas, firmemente opuestos a la guerra y al frentismo. La lección que creímos haber aprendido de la pandemia —«nos salvamos todos o no se salva nadie»— realmente no ha sido bien asimilada.

La vertiente social del encuentro desemboca también en la ecología integral. La creación es la gran casa común donde se desarrolla la vida humana en toda su extensión y profundidad, desde la civilización de los pueblos hasta la historia de la salvación. La dignidad trascendente del ser humano, culmen de la creación, halla en la naturaleza el primer lugar para su trascendencia. La creación es la manifestación de la bondad de Dios y reflejo de la belleza del Logos; casa común confiada al ser humano para que «la cultive y la cuide» (Gn 2,15). Es decir, para que responsablemente haga de ella una fuente de vida digna para las generaciones presentes y futuras. De ahí se desprenden varias consecuencias éticas de alta densidad. En primer lugar, el respeto a las leyes de la naturaleza en la utilización del poder humano. De lo contrario, la acción humana se torna destructiva y produce caos. Luego, un cambio de mentalidad en los hábitos de consumo: la creación no es una «cantera» en la cual se sacian los caprichos humanos, sino un hogar en el que cada uno tiene su lugar y quehacer. También un nuevo ethos que llama a practicar el poder como servicio. Además, una «sabiduría ecológica» que aúne conocimiento y espiritualidad, para comprender el lugar del ser humano en el mundo y fomentar el respeto a su dignidad como parte de él. «Antropocentrismo situado», lo llama Laudate Deum (2023). Y, por último, la obligación moral de devolver a los jóvenes la esperanza y la motivación para que se sientan implicados activamente en la construcción de un mundo mejor.