Demasiado pronto
A todo hombre se le insufla en el lugar del corazón una especie de voz que le dicta: «Sal, encuéntrate con los otros y mora». Es algo muy difícil de explicar en una frase, pero nos pasa a todos. Llevamos un afán por salir de la propia tierra y buscar una casa, no un tipo de provisionalidad, me refiero a un hogar, con toda la cacharrería de pertenencias propias. Como dice el salmo, «apártate del mal, haz el bien y tendrás una casa para siempre». Pero hasta llegar a morar, que es el verbo adecuado para el efecto de aposentarse, deberemos salir al encuentro del otro y de su cultura, negociar, dialogar, mezclarnos con lo suyo, confrontar razones propias y ajenas, esa mercadería verdaderamente humana que supone todo encuentro.
La explicación de las oleadas migratorias ha nacido siempre de esa voz tenue que sopla muy adentro, e invita a ir hacia delante. Como explica Javier Hernández Cuéllar sobre la configuración humana de los EE. UU., «desde la fundación en 1565 de la misión católica Nombre de Dios en San Agustín (Florida) y la llegada de los llamados peregrinos en 1620 hasta nuestros días, Estados Unidos ha experimentado olas migratorias sucesivas que han fortalecido el concepto del propio país». Nos hallamos ante un momento epocal -prometo dejar de ser pedante ahora mismo-, en el que asistimos a una oleada migratoria sin precedentes. Pero en Occidente tenemos un serio problema. Los emigrantes han llegado demasiado pronto y nos han pillado con los pies metidos en los charcos del bienestar, pero sin material de intercambio. Hubiéramos necesitado más tiempo para volver a reconocernos, esa es la verdad. Nos miramos en el espejo de nuestra civilización y apenas desciframos los rasgos del joven Dorian Gray que fuimos. En los tiempos en que estamos tomando un rol activo a la hora de transmitir más información que en décadas anteriores a posibles civilizaciones extraterrestres, no sabemos qué ofrecerle al emigrante. Benedicto XVI escandalizó a muchos cuando, tras glosar todos los logros que se habían obtenido durante los 50 años de la Unión Europea, dijo que «Europa apostata de sí misma antes que de Dios». Se difunde la convicción de que «la ponderación de los bienes es el único criterio para el discernimiento moral».
Los emigrantes no tienen un problema, lo tenemos nosotros. Hemos llegado a desconocernos como verdaderos interlocutores porque somos incapaces de reconocer una identidad propia.