Deconstruyendo la ideología
Ni el que sostiene una bandera ni el que sostiene otra creen que haya una verdad que puedan buscar juntos. Y esa falta de horizonte dificulta la posibilidad de alcanzar acuerdo alguno
En los últimos meses ha habido dos ocasiones en que el Papa Francisco se ha referido a la situación política española. Y en ambas lo ha hecho poniendo el acento en la perversión que supone para el poder político tomar decisiones desde la dinámica retorcida de la ideología. Lo hizo cuando el pasado mes de octubre recibió al presidente Pedro Sánchez en el Vaticano y, más recientemente, en la entrevista con Carlos Herrera propiciada por nuestra Eva Fernández. «Las ideologías sectarizan, las ideologías deconstruyen la patria», dijo Francisco ante Sánchez. En la entrevista de COPE alentó a «huir» de las ideologías «que impiden –el diálogo y la reconciliación– y destruyen cualquier proceso de reconciliación».
Observando la ensalada de banderas que acompañan este texto quizá pueda uno entender el fondo turbio que se esconde tras el cristal de la ideología. Lo político alcanza su máxima expresión, siguiendo a Carl Smith, en el binomio amigo-enemigo: ahí radican la polarización sanguinaria del siglo pasado y los antagonismos populistas que asolan el mundo actual. Solo trabajando por romper esa dialéctica surgirán espacios para promover los grandes consensos. Sobre todo, porque en el tablero de las ideologías no hay una verdad escondida y más bien esta suele actuar como excusa, una especie de agarradero moral sin contenido. Porque ni el que sostiene una bandera ni el que sostiene otra creen que haya una verdad que puedan buscar juntos. Y esa falta de horizonte compartido dificulta la posibilidad de alcanzar acuerdo alguno.
Al analizar esta imagen puede uno descubrir atónito las más diversas reivindicaciones y solo cabe preguntarse qué clase de felicidad proponen esos ismos concretos. ¿Cuántos de los allí presentes conocían realmente el supuesto valor ecológico de La Ricarda? ¿Ha reflexionado alguno de ellos sobre lo que supone mezclar en una pancarta la defensa del territorio, la lucha contra la precariedad y la oposición a una inversión millonaria que crearía miles de empleos? ¿Conoce el portador de la bandera comunista el saldo en vidas humanas de esa hoz y ese martillo? ¿Sabe de qué manera actuó la Unión Soviética con las repúblicas que se anexionó para su gran obra? Y, sobre todo, ¿qué pensará ese chico de camiseta azul que mira al suelo y parece cerrar los ojos? ¿Estará meditando sobre la mesa de partidos de esta semana y calibrando el nivel de culpabilidad de unos y otros en el llamado conflicto catalán? ¿O estará más bien reflexionando sobre si será o no titular en el partido que disputará en el colegio el lunes? Uno nace con un cierto equilibrio moral y luego ya se va atontando. La Diada de este año ha sido la prueba más evidente de cómo las categorías en las que se mueve el juego ideológico de la política tienen que ver con el modo en que se construye el relato de amigos y enemigos. En este caso, en clave interna: los de ERC son ahora traidores porque aparecen como posibilistas ante un público que reclama ruido y furia, que es lo propio de las ideologías. Te encierran en tu storytelling, en una categoría que te colectiviza y te esclaviza. Deconstruyen la patria, como dijo el Papa, y fabrican a cambio una ficción sin personas, un Estado sin alma, una Administración al servicio de la propia Administración.