Decíamos ayer… El señor Marbury - Alfa y Omega

Hace dos años recomendaba en estas mismas páginas una novela recién aparecida, «a la sombra de Chesterton», que me había encantado. Y ahora he de decir, que cuando un libro resulta aún mejor después de la segunda lectura, ese libro tiene «algo». Eso sucede con El señor Marbury, novela de Alfonso Paredes recién reeditada por Homo Legens. Si la primera vez que se lee se disfruta, la segunda se aprecia mejor.

En su aparente sencillez, este libro contiene tesoros, estratégicamente ocultos bajo la placidez exterior de la historia. Podríamos compararlo a un lago en un día tranquilo: lo primero que se aprecia es la serenidad de la existencia de Peter Marbury, abogado de provincias y padre de familia, felizmente casado con Telma y padre de cuatro ingeniosas y encantadoras niñas. Los guiños a la literatura inglesa —la mejor tradición de la literatura inglesa, de Jane Austen a Gilbert Keith Chesterton— son continuos, no sólo en los nombres de personas y lugares, sino también en los ecos de tantos hechos —sólo aparentemente nimios— narrados con mimo. Ésta es la capa exterior, diríamos, la primera apariencia de la novela, y depara una gran felicidad al discreto lector que a ella se acerque.

Pero hay más capas o niveles de lectura, ocultos bajo esta primera capa. Una inquietud recorre la obra: ¿puede hacerse literatura de una vida feliz? Las objeciones de Tolstoi (no sólo las expresamente citadas: «Las novelas terminan cuando el héroe y la heroína se casan» —que es justamente cuando ha comenzado la de Marbury—) torturan al protagonista, hasta el punto de llevarle a escribir, como antes le han empujado a leer, de forma abundante y apasionada.

Porque Marbury es, sobre todo, un lector. Él ve la vida a través de los libros que ha leído, y son sus lecturas muchas veces las que hablan por boca de los personajes de «su» novela (sin que ello les impida, claro está, mostrar también sus vidas «verdaderas» en cuanto personajes de ficción). Hay un tercer nivel en la obra, que son las lecturas que recomienda, de las que habla, las que cita, de las que se hace eco. Las lecturas llegan incluso a influir en la salud del personaje, después de influir en su mirada sobre el mundo y sobre su propia vida. En ese sentido –y en algunos otros, como descubrirá el atento lector de la novela– Peter Marbury es un personaje estrechamente emparentado con el bueno de Alonso Quijano.

Al igual que en la inmortal novela de Cervantes, el narrador o el autor va cobrando una gran importancia a medida que avanza la obra. Ya desde el principio nos interpela: ¿a quién pertenece esa voz que nos habla de Marbury pero no es Marbury? Conoce bien su vida, los paisajes y amigos que frecuenta, sus recovecos interiores, muchos de sus pensamientos. El autor escucha a la mujer de Marbury y a sus hijas, a sus amigos, pero no sabe lo que piensa nadie, salvo Marbury, y ni siquiera todo lo que piensa. El cuarto nivel de lectura, o la cuarta capa de profundidad que esconde esta obra, sería la figura del autor, que incluso aparecerá en dos momentos en conversación con el protagonista.

En otros momentos (como en las apariciones singulares del antagonista, Wolfgang) y quizá especialmente en estas conversaciones con el autor, puede apreciarse el quinto y último nivel, el más relevante quizás. La novela de Marbury, con sus anécdotas deliciosas y conversaciones interesantes, con su demorado retrato de una realidad risueña, esconde una desazón y una inquietud muy personales: la pregunta por el sentido de la propia vida, por el valor de las acciones y palabras cotidianas. Y no es casual que la respuesta a esta pregunta, la más importante que uno puede hacerse, tenga un nombre propio. Para saber cuál, tendrán que leer la novela. Y disfrutar de lo lindo, porque Marbury sabe –como también su autor– que la lectura (ya lo dijo Borges) es una de las formas de la felicidad.