De entre todos los santos de la historia, sin duda no hay quien no conozca a san Francisco de Asís. Francisco —Juan de nacimiento— nació en una familia burguesa cualquiera de una ciudad cualquiera del centro de Italia de finales del siglo XII. Tras una juventud como la de todos los jóvenes de su condición, quizás un poco pícara, a Francisco le pasa algo; o mejor, a Francisco le pasa algo y en Francisco pasa algo. El Crucificado le habla, le llama y le da una tarea —una vocación— y Francisco cambia y se con-vierte: se vierte por completo en Aquel que ha encontrado. En efecto, será después de esa llamada que, en el famoso episodio del palacio episcopal, se despojará de toda su ropa, diciendo al padre: «Desde ahora puedo decir con toda seguridad: “Padre nuestro que estás en el cielo”, porque en Él he puesto todo tesoro y he colocado toda mi confianza y mi esperanza».
El primer rasgo que viene a la mente del cambio de Francisco es justamente el de la pobreza: lo vemos en su hábito de sayal y sus sandalias. Y todos, alguna vez, habremos oído hablar de él como il poverello, «el pobrecillo». Pero Francisco no se hizo pobrecillo por gusto de pobreza: Francisco se hizo pobrecillo por amor.
En su Comedia, en el canto XI del Paraíso, Dante cuenta esta historia como la de dos amantes, justamente Francisco y Pobreza. Y, describiéndolos, en la maravillosa traducción de Ángel Crespo, Dante dice: «Su concordia y letíficos semblantes, / maravilla y amor, mirar gozoso, / eran de santo celo estimulantes». Francisco está feliz: tiene letífico semblante, maravilla, amor, gozo. Pero también Pobreza está feliz: dice Dante que «esta, privada del primer marido, Cristo, mil cien años y más, vejada, oscura, / invitada antes de este», de Francisco, «no había sido». Francisco acoge a Pobreza como y porque la acogió antes Cristo, con quien «ella a la cruz subió llorosa»: la pobreza de Cristo en la cruz es la pobreza de su obediencia al Padre, la pobreza de su confianza extrema en el Padre, la pobreza de su —si así lo podemos decir— esperanza en Él. Esta es la pobreza de Cristo y la pobreza de Francisco, y el sayal de Francisco es signo, memoria y ayuda a esta pobreza. Una pobreza que, en definitiva, es una relación.
Es de esta pobreza, de esta relación de entrega confiada, de esperanza, y por tanto de riqueza, que nace ese gozo de Francisco: exclamará Dante «¡Oh ignorada riqueza, ubertad santa!». Y es la riqueza de esta relación, de esta paz que provoca en algunos la que podríamos llamar una «envidia buena»: los primeros compañeros intentan también alcanzar a Francisco, en la que no deja de ser no un camino, sino una carrera, como es la carrera de quien, por alegría, tiene ganas de llegar: «Bernardo virtuoso / se descalzó el primero, y tras paz tanta / corrió, y corriendo hallóse perezoso».
Desde que los leí por primera vez, hace 20 años, se me quedaron impresos en la mente los versos con los que Dante describe a los primeros que siguen a Francisco, porque lo siguen como esposo por amor a la esposa: «Descalzose Egisio, descalzose Silvestro / en pos del esposo, tanto la esposa place». San Francisco renunció a todo, y sin embargo se le ve como un hombre tan lleno de gozo, de paz y de riqueza que provoca en otros el deseo de seguirle.
Muchas veces se perciben los consejos evangélicos —la pobreza, la castidad y la obediencia— como una renuncia. Y hay sin duda una parte de renuncia. Pero, ¿no hay una renuncia en toda posesión? ¿No renuncia uno a todas las demás mujeres el día que escoge a una para casarse? ¿No renuncia uno a las demás casas el día que se compra un chalet? La renuncia es parte del ser humano, que es limitado y, con sus fuerzas, no lo abarca todo. La cuestión, entonces, no es a qué renuncias, sino que es con quién te casas, dónde vas a habitar, a quién, en el fondo, entregas tu vida, de quién esperas la alegría, la fecundidad, la paz. Francisco renunció, pero era rico y fecundo y estaba lleno de gozo y ternura porque no entregó su vida a la pobreza o a la castidad, renunciando a lo que tenía y podía tener, sino que la entregó a Aquel que lo llenó tanto que hizo que otros desearan seguir su camino.