Chesterton y el verdadero Francisco de Asís - Alfa y Omega

Chesterton y el verdadero Francisco de Asís

El autor inglés denunció hace un siglo que el mundo admiraba al santo, pero no la santidad. Para el escritor, el gran mérito de Francisco fue el de ser un espejo de Cristo

Antonio R. Rubio Plo
Vidriera de san Francisco
Vidriera de san Francisco en honor a Chesterton, en la iglesia de Beaconsfield. Foto: Fernando Jiménez González.

Primero fue el esteticismo romántico idealizador de la Edad Media de la época victoriana, luego las obras de escritores escépticos, como Ernest Renan y Matthew Arnold, que querían eliminar en Francisco de Asís todo rasgo sobrenatural y, en consecuencia, de cristianismo. Más recientemente, algunas novelas históricas y unos ambiguos guiones cinematográficos han reducido al santo a un poético adorador de la naturaleza, que incluso podría haber estado enamorado de Clara. Frente a esas imágenes distorsionadas, es necesario recomendar la lectura de San Francisco de Asís, de Gilbert Keith Chesterton, publicado en 1923, al año siguiente de su admisión en la Iglesia católica y hace ahora un siglo.

La gran admiración de Chesterton por Francisco hizo que, al ser admitido en la Iglesia católica, el escritor añadiera el nombre de Francis a los dos que ya tenía. En principio, no parece haber mucha sintonía entre un fraile medieval y un afamado periodista inglés que no despreciaba los pequeños placeres de la vida; entre ellos los de la buena mesa, de la que disfrutaba en tabernas como Olde Cheshire Cheese en Londres, a la altura del número 115 de Fleet Street, sede de los principales periódicos de la ciudad. Allí sacaba tiempo para escribir sus artículos, después de llegar a la ciudad en un tren con el que cubría los casi 40 kilómetros que separan Beaconsfield, donde vivía, de la capital británica. Sin embargo, la capacidad de asombro y la alegría eran algo que el fraile y el escritor tenían en común.

Chesterton denunció hace un siglo que el mundo admiraba al santo, pero no la santidad. Para el autor, el gran mérito de Francisco fue el de ser un espejo de Cristo, del mismo modo en que la luna es espejo del sol. Separar de Cristo al santo de Asís daría lugar, según nuestro autor, a «una religión estrecha». No es difícil recrearse con Francisco en el canto de los pájaros, en el brillar del sol o en la aparición de la luna en el cielo, pero si se omiten su humildad, su pobreza y sus ayunos, o si se silencia el episodio de los estigmas, se está ocultando al verdadero Francisco. La excusa de estas omisiones es que el personaje tendría un airé lúgubre y deshumanizado. Según Chesterton, los racionalistas eran incapaces de comprender a Francisco porque habían reducido la religión a una filosofía más. Tampoco podían entender que las acciones del fraile fueran las de «un enamorado de Dios y un enamorado real y verdaderamente de los hombres». Con su habitual sentido del humor, Chesterton se negaba a aceptar para Francisco el habitual calificativo de filántropo, porque «filántropo es el que ama a los antropoides». ¿A quién amó Francisco, entonces? En el libro se lee con toda precisión: «No amó a la humanidad sino a los hombres» y «no amó a la cristiandad sino a Cristo».

Lógicamente, Chesterton estaba en desacuerdo con los que veían en Francisco a un amante de la naturaleza. Una mera contemplación de la naturaleza, como la de lord Byron o Walter Scott, se agota en la descripción de claros de luna, de armonías de los bosques o del silencio de las estrellas. En realidad, la mayoría de esos amantes solo aspiraban a escapar del tedio de la vida cotidiana. La lectura del libro de la naturaleza no es un sustituto de Dios. Francisco creía que Él no se había desentendido del mundo creado y había enviado a su Hijo para salvarlo.

Chesterton hizo de Francisco un poeta, muy diferente de los desdichados poetas románticos del siglo XIX, que solo vivían y escribían apegados a sus desgracias. Es verdad que Francisco no escribió muchos poemas pero, según nuestro autor, «fue el único poeta feliz entre todos los poetas infelices del mundo». En efecto, Francisco de Asís no podría encajar en ese estereotipo de poeta solitario y melancólico, unos rasgos incompatibles con su Maestro. Además, los franciscanos no tienen vocación de ermitaños. Quieren mezclarse con el mundo aun a costa de llevar una existencia casi de nómadas. Su fundador quiso que fueran hermanos, pero su fraternidad no es algo formal o reglamentado, tal y como podía suceder en no pocos monasterios de clausura donde el hermano estaba cercano en la distancia y podía ser a la vez un perfecto desconocido. La fraternidad franciscana se basa en la amistad, pues Francisco estaba convencido de que la amistad contribuye a la fe. En efecto, entre Francisco y Clara también existió una amistad espiritual, que influirá en la decisión de la joven de renunciar a las seguridades de su familia y a su posición acomodada. Sobre este particular, Chesterton introdujo un toque de poesía y de humor, pues hizo de Francisco una especie de san Jorge que libera a la doncella de Asís de todas sus ataduras.