En este momento difícil que a la Iglesia le toca transitar viene en nuestra ayuda la luz de testigos que la banalidad ambiental tiende a archivar. En este sentido, la pertinencia de la obra del jesuita francés Henri de Lubac, uno de los padres del Concilio Vaticano II, es total. En estos días se han cumplido 30 años de la muerte de quien fuera maestro y referente para tres Papas.
De Lubac hacía teología buceando en la tradición, viviendo con pasión el presente y desde el corazón de la Iglesia. Juan Pablo II, que le conoció durante el Concilio, inclinaba la cabeza ante su obra, y le creó cardenal para subrayar el valor de su teología para la Iglesia universal. Pero las cosas no siempre fueron fáciles para este jesuita de amplísima cultura y singular gentileza. En tiempos en que fue visto con sospecha por varios círculos eclesiásticos y sufrió el ostracismo por parte de sus superiores, escribió su maravillosa Meditación sobre la Iglesia, una obra que no envejece y cuya lectura es hoy más recomendable, incluso, que en los agitados años 60. Para él la Iglesia era siempre amable, más allá de los límites de sus miembros, que sufrió en carne propia.
Nos advirtió del riesgo de la «mundanidad espiritual», al que siempre se refiere Francisco, el peligro de una falsa adaptación de la verdad cristiana a la cultura dominante. Pero también desveló la esterilidad de una fe convertida en aparato ideológico de resistencia. La verdadera ortodoxia nunca es estrechez, y no dispensa del esfuerzo de profundizar y aclarar en cada época las verdades de la fe. Anticipó en uno de sus libros más proféticos el drama del humanismo ateo, sin anatemas y con profunda simpatía hacia la búsqueda de sus contemporáneos. Abrió anchos caminos a la renovación de la Iglesia, pero no dudó en oponerse a las falsas interpretaciones del Concilio, que conducían a la esterilidad y la división.
Nos viene muy bien, en medio de algunas diatribas actuales, su convicción de que «la salud consiste en el equilibrio» y su norma de poner, por encima de todo, «el lazo indisoluble de la paz católica». Una verdadera luz para nuestro camino, que no se deja atrapar por la malhadada dialéctica entre progresistas y conservadores.