«Mi recuerdo de Juan Pablo II está lleno de gratitud. No podía y no debía intentar imitarlo, pero he intentado llevar adelante su herencia y su tarea lo mejor que he podido. Y por eso estoy seguro de que todavía hoy su bondad me acompaña y su bendición me protege»: estas palabras de Benedicto XVI, recogidas por Wlodzimierz Redzioch, muestran con toda nitidez el secreto de la vida, ¡ser santos!, que no otra cosa es llevar adelante la herencia y la tarea, recibida hace ya dos milenios en la Iglesia santa, ¡Cristo mismo!, de tal modo que cada uno, con san Pablo, pueda decir, con toda verdad: «Vivo, mas no soy yo, ¡es Cristo quien vive en mí!».
«No podía y no debía intentar imitarlo», subraya el que ha sido sucesor del ya hoy san Juan Pablo II, porque sólo a Uno todos hemos de imitar, justo para ser verdaderamente nosotros mismos. Lo dejó escrito para todas las generaciones cristianas el mismo san Pablo: «¡Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo!» En tal imitación, ciertamente, consiste la santidad a la que todos somos llamados, que nada quita de lo más propio y específico de cada uno, ¡todo lo contrario! ¡Lo lleva a su plenitud!
El mismo Benedicto XVI lo decía, justo nueve años atrás, el 24 de abril de 2005, con el valor añadido de ser, precisamente, las palabras conclusivas de su homilía de inicio de pontificado, que además recogían la herencia del mismo inicio de pontificado de su predecesor: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida». Es decir, la santidad, que Cristo lo sea todo en todos, en expresión también de san Pablo. Sí, en todos y cada uno, con su propia vida y circunstancias únicas, sea Papa, religioso, padre o madre de familia, niño, joven o anciano. Como se dice en la portada de este número de Alfa y Omega, Juan XXIII y Juan Pablo II, tan diferentes en las múltiples peculiaridades de su personalidad, cada uno único e irrepetible, pero profundamente unidos en lo esencial, son santos, juntos. Como único e irrepetible es el propio Benedicto XVI, y el Papa reinante Francisco, cuya vida no es otra que Cristo. Por eso son llamados Vicarios de Cristo, que en definitiva es el título al que todos hemos de aspirar: ¡De Cristo! Él era, es y será el centro de todo y de todos. De lo contrario, el hombre deja de ser él mismo y se destruye.
Este día inolvidable de la canonización de dos Papas juntos estaba, con amor infinito, preparado por la Providencia divina: era el Domingo de la Divina Misericordia, que instituyó y en el que fue llamado a la Casa del Padre Juan Pablo II, tras la cruz de sus últimos días, en que tan hondamente se identificaba con Cristo crucificado, y en cuyo centro, como dijo Francisco en su homilía, «están las llagas gloriosas de Cristo resucitado». Sí, ¡las llagas de la Cruz gloriosa! Cruz y gloria, en cristiano, son inseparables. Contemplativos de las llagas de Cristo, y valientes testigos de su misericordia, los dos nuevos santos Papas nos lo muestran de modo inequívoco, y su sucesor Francisco lo destacó viendo en ellos esa esperanza viva y ese gozo inefable y radiante, de que habla el propio san Pedro, sabiendo que es preciso padecer en pruebas diversas.
Se lo habíamos oído ya al Papa Francisco, ya en su primera homilía de la Misa con los cardenales, al día siguiente de su elección, en la misma Capilla Sixtina. Tras decir con claridad meridiana que «podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona», no se olvidaba de este secreto de la santidad, encerrado en la Cruz: «Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, Papas, pero no discípulos del Señor», que en eso consiste, exactamente, la santidad. A la que las páginas de Alfa y Omega han buscado siempre servir, desde el primer día, hace ya casi veinte años.
Con la foto que ilustra este comentario, del día en que el cardenal arzobispo de Madrid ofrecía al hoy ya san Juan Pablo II el regalo de una preciosa edición de los números de nuestro semanario, queremos rendirle homenaje en esta ocasión extraordinaria de su canonización, y pedirle de todo corazón su valiosa intercesión para que estas páginas sigan siendo, cada día más plenamente, como él y como san Juan XXIII, ¡de Cristo!, y por tanto lleven a todos la única verdadera riqueza, Cristo mismo, el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.