Conviene tomarse el mal en serio. No siempre sucede en las propuestas de ficción. Por eso Dahmer, aun en su crudeza, es una serie interesante. Avisados quedan: no es necesario que se sumen a las miles de personas que la han convertido en la tercera serie más vista de la historia de Netflix, solo por detrás de Stranger Things y El juego del calamar. No van a pasar un buen rato. La recreación de la historia de uno de los asesinos en serie más famosos de Estados Unidos no es apta para todos los estómagos. Como suele suceder en estos casos, el éxito se ha traducido en la firma de nuevas temporadas. Habrá segunda y tercera.
Entre 1978 y 1991, Jeffrey Dahmer asesinó a 17 personas, todas ellas en Wisconsin y Ohio. La serie indaga en ese clásico que es la infancia para bucear en la personalidad de un padre ausente y una madre drogadicta. Camina sobre el alambre en más de una ocasión, pero, si juzgamos el tono general, la serie tiene el acierto de no convertir el retrato, a menudo humano del asesino, en un aval del horror. A partir de ahí, merece la pena destacar la perspectiva que nos mete de lleno en los asesinatos desde el punto de vista de las víctimas. Evan Peters en el papel del asesino en serie está fantástico. Ayuda mucho también el clima narrativo, oscuro pero no sórdido, que se consigue crear.
Los adictos al true crime la disfrutarán mucho. Los que no lo somos tanto, tal vez la olvidemos pronto, pero nos resultará innegable el esfuerzo por tomarse en serio un asunto tan delicado, que se suele despachar en un discreto documental o una película de serie B que aún pasan por televisión en la sobremesa de los domingos. Dahmer es una producción notable, porque todo es un antídoto contra la frivolidad, una ocasión propicia para recordar que conviene comprender al asesino, aunque solo sea para afirmar que el mal no tiene la última palabra.