En junio de 1940 todo era gris en Europa. Los alemanes avanzaron sobre Francia y cundió el pánico. En su huida, miles de refugiados llegaron a Burdeos. Aquel 15 de junio nadie durmió bien en el consulado de Portugal en Burdeos. Cada vez se agolpaban más personas en los alrededores pidiendo ayuda para escapar de la invasión nazi. La gran mayoría eran judíos. Entre ellos, confortando a los suyos, estaba el rabino Chaim Kruger, que había entablado amistad con el cónsul Aristides de Sousa Mendes, a quien nadie veía desde hace tres días.
El cónsul se había encerrado en su habitación. No se levantaba de la cama. Libraba un duro combate contra su propia conciencia. El sufrimiento de aquellos días le hizo encanecer repentinamente, tal como se aprecia en la fotografía junto a su amigo, el rabino Kruger. Sobre su mesa de trabajo se encontraba la circular 14. Una instrucción del Gobierno portugués que impedía a los cónsules otorgar, sin autorización expresa, visados a los «apátridas, rusos y judíos».
Poco antes de encerrarse en su habitación había ofrecido al rabino y a su familia la posibilidad de huir con un salvoconducto, pero Chaim Kruger lo había rehusado. No quería abandonar a tantas familias angustiadas que huían de la persecución. La decisión del rabino le sumió en una profunda crisis moral. Le consumía la disyuntiva entre actuar según su conciencia, que le urgía a salvar la vida de inocentes, o proteger el futuro de su familia de doce hijos. ¿Debería obedecer las órdenes de su Gobierno o proporcionar visados a quienes llevaban días esperando por las calles?
A la mañana siguiente, el diplomático que salió de su habitación no era el mismo, estaba transformado: «A partir de ahora voy a dar visados a todo el mundo, sin que haya ya razas, nacionalidades y religiones». No había tiempo que perder. A lo largo de tres interminables jornadas, ayudado por su familia, la de Kruger y algunos funcionarios insumisos, se dedicó a firmar y a sellar millares de salvoconductos. Entre ellos los de Salvador Dalí y Gala. Gracias a estos papeles, cerca de 30.000 personas pudieron proseguir su viaje hasta Portugal, y embarcar a América.
Cuando el Gobierno portugués le ordenó que desistiera, su respuesta fue contundente: «Si tengo que desobedecer, prefiero que sea una orden de los hombres y no una del Señor». La decisión que tomó aquel día le costó muy cara. En Burdeos terminó su carrera diplomática, y le prohibieron ejercer la abogacía, por lo que vivió y murió en la más completa miseria, comiendo en una institución de caridad judía de Lisboa. Gracias al testimonio del rabino, en 1966 fue declarado Justo entre las Naciones en Jerusalén. Ocho décadas después, Portugal reparará el honor de su diplomático desobediente dedicándole un monumento. Años antes le habían devuelto de forma póstuma su rango de embajador. Recientemente, el Papa Francisco le puso como ejemplo tras institucionalizarse el Día de la Conciencia, inspirado en este diplomático. El Papa hizo un llamamiento para que cada cristiano dé ejemplo de coherencia con una conciencia recta e iluminada por la Palabra de Dios.
En estos tiempos en los que están en juego derechos fundamentales y hasta se persigue a quien discrepe de un pensamiento que pretende ser único, es muy reconfortante pensar en Sousa Mendes y en aquella batalla que libró con su conciencia. Una decisión de un hombre de bien, que le permite sostener la mirada de la historia.