Cuerpo. Amor. Placer. ¿Qué podría ser más hermoso? Y, sin embargo, precisamente en torno a estas ideas «se producen guerras terribles en relación con (pequeñas) cuestiones de teología, terremotos de acaloramiento […]. Se trata solo de menudencias, pero una menudencia lo es todo cuando el conjunto entero reposa en la balanza. Si se debilita una idea, la otra se vuelve poderosa de inmediato» (Chesterton). ¿De qué ideas estamos hablando? De la naturaleza del hombre.
«La naturaleza del hombre es no tener naturaleza». La famosa Oratio de hominis dignitate (1486), de Pico della Mirandola, data de poco más de hace 600 años: Dios mismo da la libertad de la autodeterminación total a Adán (quien, por cierto, aparece sin Eva). Mientras que todas las criaturas llevan en sí mismas su propia realidad como ley divina, el hombre es el único creado sin ley. Colocado en el centro del mundo, Adán tiene un poder incondicional sobre sí mismo y sobre todos los demás seres cocreados. Este «Dios revestido de carne humana» se convierte en su propio creador.
El poder que se afirma se extendía primero a la naturaleza exterior, a cosas espaciales, materiales, sometidas a las regularidades recién descubiertas, para «hacernos así dueños y señores de la naturaleza». Hoy bregamos con las consecuencias. En efecto, desde hace unos 500 años la Edad Moderna concibe la naturaleza como una especie de taller mecánico, y el hombre funciona también como una máquina natural entre otras máquinas naturales. La neurobiología, la disciplina más reciente, refuerza en algunos de sus representantes una afirmación muy sencilla: el pensamiento no es más que interconexión de sinapsis cerebrales.
Por el contrario, la libertad vuelve a triunfar a la inversa: en la rebelión contra el propio sexo. Con una imagen distorsionada de la naturaleza se corresponde una imagen distorsionada de la libertad. Desde el Gender trouble de Judith Butler en 1990, la cultura apunta a un extremo sorprendente: la transformación hasta la disolución del cuerpo en el ciberespacio. El hombre es su propio software, radicado más allá del cuerpo y del sexo. En esta dirección apunta el debate del género: hace que el sexo biológico desaparezca en el sexo atribuido (cultural, social, histórico; el género). En lugar de la determinación por la naturaleza se ofrece una autoelección voluntaria: ¿la mujer es ya mujer, o quién hace a la mujer, mujer, y al hombre, hombre? Sin resistencia, sin voluntad, el cuerpo se ofrece como un cuerpo presexual. El yo no conoce la encarnación. No hay separación entre naturaleza, cultura y persona. Más sencillamente: no hay separación entre cuerpo y sexo, entre amor y duración, entre placer e hijos. De ahí que haga falta una crítica de esa naturaleza partida por la mitad, reducida a mecánica, pero también de la cultura partida por la mitad, leída en términos de pura constructividad.
El hombre está, en realidad, anclado en otro lugar: en la dirección hacia lo divino. La naturaleza humana, y todavía más la cultura, viven hacia. Esto se puede leer ya en el motor del sexo. Es pérdida de uno mismo en el otro es la gramática del amor hecha carne. El cuerpo es don, el sexo es don, es razón y origen de aquello que no puede ser hecho por nosotros, de la pasión de ser hombre, del enorme impulso hacia la entrega. Lo que en el pensamiento griego es un deficiencia, la falta de unidad, en el pensamiento bíblico se convierte en la alegría de la dualidad.
Solo en el encuentro se produce la conservación de lo propio, la actualización del yo, especialmente en el amor. «Quien ama está siempre en tránsito hacia la libertad, hacia la libertad de su auténtica atadura, o sea, de sí mismo» (Guardini, 1939) Por lo tanto, la autopertenencia a través del otro adquiere una dinámica decisiva, incluso fatídica. Resulta de la tensión constitutiva que va del yo al tú: en el trascender, en el darse a compartir, también en la corporeidad, y, asimismo, en la tensión hacia Dios. En una dinámica así, deja de existir una autopreservación que cimienta la relación neutra sujeto-objeto, como cuando una piedra golpea otra piedra, y comienza una autoexposición: la persona resuena en la persona y desde la persona, es entregada a lo incontestable, o también abierta a lo inagotable.
La cultura actual tiende a convertir falsamente la subsistencia en autonomía, y la entrega en rendición. Se convierte en rendición cuando ve al otro, a los otros, solo como un objeto sexual o jugando un papel, pero no como una persona de carne y hueso. Quien hace del cuerpo una adjudicación, un goce para sí en el otro, infradetermina la vida. La vida permite al hombre fundarse en sí mismo, pero al mismo tiempo, lo impulsa continuamente hacia más allá de sí mismo, hacia el otro sexo. Y la provocación extrema del pensamiento bíblico atraviesa incluso la muerte, hacia un cuerpo nuevo. La resurrección del cuerpo, de mi cuerpo, es decir, como hombre o como mujer, es el mensaje de la alegría.
Cuerpo. Amor. Placer. Estos tres sillares se fundan en la naturaleza, se forman en la cultura, se convierten en bellos y humanos en la relación personal: me importas solo tú, para siempre; me ilusiono con nuestro hijo. Esa es la respuesta que nos damos el uno al otro, y la que queremos escuchar de quien amamos. Pero esta respuesta resulta exagerada si no se fundamenta en nuestra naturaleza, si no se da con la esperanza de la ayuda divina. Sin cuerpo, sin amor, sin placer: son ya experiencias de un mundo cibernético, que constantemente nos ofrece placer, virtual y sin cuerpo. Un amor que no quiere durar, un placer que busco solo para mí, un cuerpo que yo mismo esculpo… son solo fragmentos de un conjunto que destruye el sentido.