Se lo escuché a Fraga, en una entrevista hace muchos años, quien con la contundencia que le caracterizaba afirmaba que era de lo más inconsciente vivir sin pensar en la muerte, porque si de algo estábamos seguros es de que a todos nos llegará. Y que sí: que él se preparaba para ese momento.
La primera experiencia de la muerte que recuerdo tiene el color de la noche, el sabor de una cualquiera que se repetía durante días igual. Un rato después de acostarnos, mi hermana empezaba a llorar. Era un sollozo sordo, como atado para que no saliera. Mi padre entraba en la habitación. «¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?» Entraba mi madre: «Será un sueño».
Fueron varios días así. Ella lloraba, yo llamaba a mis padres, y ellos intentaban traerla de nuevo al más acá, lejos de su pesadilla. En la memoria de mi corazón está el recuerdo de que siempre supe la razón de su pena. Intuí desde el principio por qué lloraba, que no era una pesadilla reiterativa. Pero aquella palabra también a mí me daba miedo. Entonces me inventé un juego.
«Te voy diciendo letras, y tú me respondes Sí cuando yo diga la letra con la que empieza eso que te hace llorar». Un tobogán desde la a que hacía progresivo y casi indoloro el proceso para ponerle nombre a su temor sin que mi hermana tuviese que ser herida, ni pronunciar la palabra.
«¡Papá, ven!» Aquella frase mágica, alargada en cada vocal, tenía el poder para convertir la oscuridad en una rendija de luz y, a la luz, en mi padre. O en mi madre. El recorrido por el abecedario hasta casi la mitad había confirmado mi primera intuición. «Es la muerte -dije-. Por eso llora».
No fue al cielo a lo que mi padre recurrió como consuelo; el consuelo vino a golpe de inmortalidad: «Papá y mamá no se van a morir». Punto. Mis cuatro abuelos vivían por entonces, y la contundencia de aquel hecho apoyaba el argumento para una niña que no tendría más de 6 años.
Recordaba este pedazo de mi historia cuando leí el lema de la feria del libro de Madrid de este año: Deletrear el mundo. La palabra muerte había entrado en mi vida navegando entre unas lágrimas, y había sido desenmascarada de la mano de la letra m. Pensaba en la fuerza de la palabra pronunciada, en su poder para exorcizar la oscuridad, para liberar eso que nombra, para invocar en nosotros la fuerza para creer, para combatir, para descansar en paz.
Volví a descubrir la palabra eficaz, esa que realiza en el interior de uno aquello que pronuncia. Caí en la cuenta de que mi fe ha sido activada en mí de la mano de la palabra pronunciada por mi padre. «Creo en Dios». Y yo creí. «Creo en Jesucristo». Y yo creí. «Creo en la Iglesia». Y yo creí. «Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe». Y creí en que viviremos para siempre.
Cuando a mi padre se lo escuché, en mí se realizó. Recuerdo cada instante de aquellos en los que la fe me fue deletreada, cuando fue liberada a través de las palabras en un lugar tan íntimo del corazón al que ni yo misma puedo entrar si no soy deletreada por otros.
Deletréame, que cuando Tú me deletreas, me encuentro en Ti.