Hace años, en una comida con amigos, uno de ellos hizo una afirmación que me dejó perplejo. Afirmó, con cierta vehemencia, que no entendía cómo la Iglesia seguía defendiendo el misterio de la Trinidad cuando es algo que ya no tiene sentido. Una vez superada la perplejidad, esa afirmación me llevó a reconocer que aquella persona tenía algo de razón. Que nadie se asuste. No quiero decir con esto que la Iglesia tenga que abandonar la fe en la Trinidad, sino que es necesario que vuelva a tener sentido. Me explico. ¿Cambiaría nuestra vida si no creyésemos en un Dios Trino? ¿Dejaríamos de pagar la hipoteca, de ir a trabajar o hacer la compra? Si creyéramos con mayor fervor y entusiasmo en el misterio de la Trinidad, ¿bajaría el precio del aceite? Está claro que no y, sin embargo, estamos hablando de algo que es esencial al cristianismo y sin lo cual la fe cristiana dejaría de ser lo que es.
Todas estas cuestiones son las que se ha planteado el autor del libro que hoy reseñamos cuando se pregunta «¿qué creemos cuando creemos que Dios es Trinidad? ¿Y qué significado puede tener para nosotros tal fe, tanto desde el punto de vista cognitivo como en el plano existencial?». Quienes defendieron la unidad de Dios y la divinidad del Verbo y del Espíritu Santo sabían que estaban poniendo las bases racionales de la fe de la Iglesia. En consecuencia, daban a la fe en la Trinidad sobre todo un sentido existencial. Y esto conllevó, en época del Imperio romano cristiano, no lo olvidemos, la persecución.
La defensa de una determinada idea del Hijo de Dios se convirtió en una cuestión política. Interesaba un monoteísmo en el que el Verbo no tuviera una naturaleza divina, porque la fe en un solo Dios que no fuera tres personas divinas encajaba mucho mejor con la monarquía imperial de Constantino. En consecuencia, la Iglesia se dividió entre un cristianismo imperial y el cristianismo apostólico que defendía la fe de Nicea y que fue perseguido. Los defensores de Nicea acabaron en el destierro o padecieron las presiones del poder político hasta conseguir doblar su voluntad. La fe en la Trinidad sí era algo existencial, porque confesar a Dios Uno y Trino conllevaba jugarse la vida.
Ahora bien, es necesario que aquello que la Iglesia cree y confiesa en el credo no se reduzca a un mero protocolo litúrgico o a unas palabras cuyo significado no se comprende. La fe de la Iglesia debe ser correctamente interpretada y, al mismo tiempo, es necesaria su actualización; pero siempre en continuidad y no en ruptura con la tradición de la Iglesia. Por tanto, es necesario e imprescindible tener un criterio hermenéutico que nos ayude a comprender que aquello que la Iglesia definió y enseñó en un determinado momento no es algo del pasado, como una especie de resto arqueológico, sino que sigue teniendo sentido y permanece como algo esencial a la fe católica.
Es verdad, nuestro tiempo rehúye los dogmas, porque lo que no comprende o lo destruye o lo ignora. Sin embargo, el anhelo que hay en el corazón del ser humano, anhelo de eternidad, de vida feliz, ni lo puede apagar ni lo puede acallar. Esto es así porque, queramos o no, somos imagen y semejanza de la Trinidad que nos ha creado.
Y este anhelo solo comenzará a ser saciado cuando dejemos entrar en nuestra vida al Verbo hecho carne y hagamos propio lo que escribía san Juan Crisóstomo: «Me has hechizado, oh Cristo, con un anhelo, me has cautivado con un eros completamente divino; consume, pues, mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate llevarme con tus suaves delicias».
Khaled Anatolios
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