La semana que viene se estrena esta película del joven director polaco Jan Komasa, con guion de Mateusz Pacewicz, que no solo representó a Polonia en los Óscar, sino que con esta película ha triunfado en una veintena de festivales internacionales.
Corpus Christi nos cuenta la historia de un joven recluso que, cuando abandona el centro penitenciario, va a caer a un pequeño pueblo donde se hace pasar por sacerdote y sustituye al párroco, que ha caído enfermo.
La película es enormemente compleja en su perspectiva antropológica, que no en su desarrollo narrativo. Esa complejidad ahuyenta los simplismos ideológicos y los mensajes panfletarios, abriendo un abanico de posibles lecturas, interpretaciones y matices. Esta riqueza reside en el personaje protagonista, Daniel, construido en el guion con mucha inteligencia e interpretado a la perfección por Bartosz Bielenia.
Es un personaje enigmático, desconocemos su pasado, los crímenes que le llevaron a la reclusión, sus relaciones familiares y personales… solo sabemos que tiene una gran sensibilidad religiosa. Cuando sale de la prisión es, para el espectador, una hoja en blanco. Y comprobamos que, al hacerse pasar por sacerdote, la gente tiene sobre él buenas expectativas, y entonces sale de él lo mejor de sí mismo; pero cuando vuelve a encontrarse con compañeros de cárcel, que no esperan nada bueno de él, entonces Daniel saca lo peor. De este modo se refleja una verdad de la experiencia educativa: necesitas que alguien crea en ti para que afloren tus mejores potencialidades. Y al contrario: un ambiente de odio, traición y desprecio por lo humano desata nuestro instinto más animal.
Otro eje del filme es la cuestión de la culpa, pero no en el sentido bergmaniano de un peso psicológico que impide respirar, sino como algo universal que nos hace a todos igualmente necesitados de redención. Nuestro personaje, que no es ningún angelito y es capaz de mucho mal, siempre acaba mirando a Cristo crucificado, cuando no está rezando el rosario. Su incoherencia es paradójicamente muy católica y es la superación toda la religiosidad luterana de Bergman y de Dreyer.
Evidentemente, si abandonamos esta mirada antropológica y elegimos una más normativa y moralmente celosa, hay que hablar de un personaje sacrílego, amén de mentiroso y violento, que bebe, se droga y fornica. Pero el director no propone un ideal de vida en este personaje, sino subrayar cómo el hombre, enredado en las garras del mal, se crece en el bien. Curiosamente, no hablamos de un san Manuel Bueno, sacerdote sin fe –como el pastor de Los comulgantes de Bergman–, ni de un mero farsante, como el falso sacerdote de Las flores de la guerra. En este caso, el suplantador es un hombre de fe, al que le hubiera gustado ir al seminario.
Por eso, cuando confiesa o predica, habla desde el corazón, de su corazón terriblemente herido, pero confiado en la misericordia y el perdón. Y por eso es capaz de sembrar la reconciliación en una comunidad en la que se ha instalado el odio. Frente al párroco del pueblo, un hombre que ha sucumbido a la mera supervivencia, el falso cura Thomas habla con autenticidad de la verdad de la vida, y por eso el pueblo le sigue y estima. Por otra parte, el capellán de la cárcel es un personaje sumamente interesante, con su vocación viva y arraigada en el servicio a los más necesitados.
Aunque estamos hablando de una película religiosa, no es para todos los públicos. Hay escenas de violencia y sexo explícitos, por otra parte coherentes con la cruda realidad del personaje. Una película tan compleja como interesante.
Jan Komasa
Polonia
Drama
2019
+18