Continuidad en el Magisterio - Alfa y Omega

Continuidad en el Magisterio

La Universidad Pontificia de la Santa Cruz, de Roma, ha celebrado un congreso internacional sobre El Concilio Vaticano II: los valores permanentes de una reforma para la nueva evangelización. El profesor Gerardo del Pozo, catedrático de Teología en la Universidad San Dámaso, de Madrid, ha participado en este congreso de Roma con una conferencia sobre La Iglesia y la libertad religiosa: novedad y tradición del Vaticano II. He aquí lo esencial:

Gerardo del Pozo Abejón
Una sesión del Concilio Vaticano II, en la basílica de San Pedro.

En la declaración Dignitatis humanae, del Concilio Vaticano II, la Iglesia pasó de condenar la libertad de conciencia y de cultos de la Revolución Francesa —y de un sistema bipartito de libertad para los creyentes católicos (o cristianos), y de tolerancia para los otros—, a declarar que todo hombre tiene derecho a la libertad religiosa por su dignidad personal. Se cerró así un conflicto de la Iglesia con el movimiento de los derechos humanos y el constitucionalismo moderno surgido de la Revolución Francesa, y culminó el desarrollo del magisterio pontificio sobre los derechos humanos iniciado ya por los Papas anteriores. El Concilio afirma que la nueva enseñanza es coherente con la Tradición, si bien confió a historiadores y teólogos la tarea de probarlo.

El paso dado no fue una mera adaptación a los nuevos tiempos, sino un paso en el camino de la Iglesia que, conducida por el Espíritu hacia la verdad completa de Cristo, se mantiene idéntica y, a la vez, crece y se desarrolla en la Historia. Lo primero en el Concilio fue la mirada a la presencia y verdad de Cristo en la Historia, a través de la Iglesia, la renovación teológica de ella derivada y la decisión de poner al mundo y la sociedad actual en relación con esa presencia viva de Cristo en la Iglesia.

Fruto del movimiento espiritual fueron: la confesión clara de que la verdad sólo se impone con su propia fuerza, la declaración de que todo hombre tiene derecho a la libertad religiosa, la petición de que ese derecho sea reconocido en los ordenamientos jurídicos de los diversos países, su fundamentación en la dignidad de la persona humana y la explicación del mismo como inmunidad de coacción social en materia religiosa. Es la clave de bóveda que permite mostrar que tal libertad no entra en contradicción con la doctrina tradicional. Se trata de un caso paradigmático de crecimiento de la Tradición en la Iglesia, llevado a cabo por los obispos reunidos en Concilio y presididos por el Papa, al intentar discernir hasta qué punto una exigencia creciente de los hombres de nuestro tiempo (proteger jurídicamente el bien de la libertad social en materia religiosa) es conforme a la verdad y la justicia.

La libertad religiosa ahora declarada no es una mera deducción lógica de la Escritura o la tradición apostólica, ni una consecuencia jurídica inmediata de la libertad cristiana, sino algo que se ha ido esclareciendo en la historia y experiencia de los hombres, a partir de la semilla y espíritu evangélico. La Escritura no afirma expresamente el derecho a la inmunidad de coacción social en materia religiosa. Pero esclarece con una luz inigualable la dignidad de la persona humana, fundamento de ese derecho, y muestra el respeto de Cristo (y de los apóstoles) a la libertad de cada hombre, respeto que los cristianos están llamados a imitar.

El Concilio recuerda que la tradición de la Iglesia ha proclamado siempre la libertad del acto de fe. Las exigencias de la dignidad de la persona se han ido haciendo más evidentes para la razón humana a través de la experiencia de los siglos. Sin duda bajo el influjo de la semilla y espíritu evangélicos, los hombres actuales consideran que hay que proteger jurídicamente el bien de la libertad religiosa. Y la Iglesia, escrutando nuevamente la Escritura y la Tradición, descubre que un principio central en ellas, la dignidad de la persona, exige hoy que se reconozca en el ordenamiento jurídico el derecho de todo hombre a la libertad religiosa.

Amplia acogida

Los Papas condenaron la libertad de conciencia y de cultos de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789, porque consideraban que el objeto primero de su proclamación, y de las leyes basadas o inspiradas en ella, era impedir el influjo social de la Iglesia y someterla al poder y fines del Estado, y porque defiende y protege un derecho a la libertad omnímoda en materia religiosa fundado en el indiferentismo religioso y en el naturalismo filosófico y político. No condenaron todo derecho a la libertad religiosa en el ámbito civil. Nunca condenaron, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa de la declaración de Estados Unidos, que lo fundaba en Dios Creador.

En cambio, la proclamación del derecho a la libertad de religión, en la Declaración Universal de 1948, ya no pretende eliminar el influjo social de la Iglesia, ni someter ésta al Estado, sino proteger a los hombres de los peligros del positivismo jurídico y del totalitarismo, y señalar los límites del poder y competencia del Estado frente a la legítima libertad de los ciudadanos.

Ningún otro documento conciliar encontró una acogida tan amplia en el mundo. Los Papas se han hecho misioneros y predicadores de la misma. Pablo VI y Juan Pablo II han sostenido que la proclamación del derecho a la libertad religiosa (y demás derechos humanos) forma parte de la misión de la Iglesia en el mundo moderno, han velado por la correcta interpretación del derecho declarado y han reflexionado sobre su relación con otros derechos humanos. La reflexión encuentra su cima en estas palabras de Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus annus, 47: «Fuente y síntesis de estos derechos (humanos) es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona».