No se puede asimilar del todo el realismo diplomático de la Santa Sede si no se dirige la mirada al pasado, hacia un gran protagonista de la historia de las relaciones de la Iglesia como fue Ercole Consalvi. El cardenal Consalvi, que nunca fue ordenado sacerdote, encarnó en su época una diplomacia sagaz, concreta y real, que supo adaptarse a los tiempos espinosos de los ataques de Napoleón y luego a la dureza de la Restauración tras la caída del emperador. Murió en 1824. Han pasado dos siglos, pero su figura y su obra siguen muy presentes. Tanto, que los días 22 y 23 de enero el Vaticano fue el escenario de un congreso con el título El cardenal Ercole Consalvi. Un diplomático en tiempos tormentosos (1757 – 1824), organizado por la Secretaría de Estado y el Pontificio Comité para las Ciencias Históricas. Además, el 24 de enero, el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Parolin, honró su legado en dos actos. El hecho de que el secretario de Estado del Vaticano no solo estuviera presente en los panegíricos, sino que abriera con su discurso el congreso, da la medida de hasta qué punto la herencia de Consalvi sigue viva en la doctrina diplomática de la Santa Sede.
Consalvi coordinó como secretario el cónclave de Venecia, en el que fue elegido Pío VII tras la muerte de su predecesor, prisionero de Napoleón. Luego se convirtió en su secretario de Estado. Eran tiempos alambicados: la Iglesia estaba siendo atacada, los levantamientos revolucionarios se extendían por todo el mundo y el propio papado no gozaba de buena salud. Consalvi consiguió negociar un Concordato con Francia en 1801, resistió a las presiones napoleónicas en política exterior, restableció el prestigio de la Santa Sede y logró volver a colocar a la Iglesia en el centro de la diplomacia internacional en el Congreso de Viena. Todo ello en medio de complicadas vicisitudes profesionales. Consalvi fue privado durante ocho años de la dignidad de cardenal por Napoleón, así como de sus funciones; fue secretario de Estado en dos ocasiones, entre 1800 y 1806 y de 1814 a 1826.
En el congreso, Parolin destacó que Consalvi fue capaz de aceptar «el mundo surgido de la Revolución francesa» como lo que fue y no desde «un esfuerzo vacuo y antihistórico por hacerlo desaparecer». «Se trata de saber adaptarse teniendo claros los límites del propio trabajo», que en su caso «venían dictados por “exigencias doctrinales esenciales”». Es la línea de la realpolitik, la diplomacia basada en las circunstancias reales y no en nociones ideológicas, que después han seguido muchos otros secretarios de Estado, entre ellos Eugenio Pacelli (futuro Pío XII) y Agostino Casaroli. Después de todo, el de Consalvi fue realmente el «martirio de la paciencia», como Parolin describió más tarde la Ostpolitik de Casaroli.
El secretario vaticano para las Relaciones con los Estados, Paul Richard Gallagher, recordó que «siempre tenemos la tentación de considerar nuestros tiempos como los más difíciles de la historia». Pero zanjó que los de Consalvi fueron realmente enrevesados. Una época plagada de retos, como la independencia de los Estados americanos. Carmen Alejos Grau, catedrática de la Universidad de Navarra, destacó precisamente el realismo con el que Consalvi los afrontó. Cambió su posición sobre la independencia de los Estados americanos, buscó inmediatamente el diálogo, permitiendo así que las Iglesias locales evitaran el cisma y pudieran florecer.
Sin embargo, no hay que dejarse engañar. Detrás de la pátina de diplomático de pura cepa, Consalvi siempre fue un hombre de fe, aunque nunca fuera ordenado sacerdote. Tanto es así, que tal y como recuerda Roberto Regoli, de la Pontificia Universidad Gregoriana, Napoleón, que le tenía en gran estima y le consideraba un gran político sin prejuicios ideológicos, comentó al conocerle en mayo de 1814: «Es un hombre que no quiere parecer un sacerdote, pero lo es más que todos los demás».
La de Consalvi fue una personalidad polifacética. En cuanto al mundo de la cultura y el arte, Consalvi —amigo del escultor Antonio Canova— favoreció la búsqueda de una iconografía sacra moderna, operando una refundación del arte sacro para responder a necesidades devocionales precisas. Un claro ejemplo de ello es la basílica de San Pablo Extramuros, destruida por un incendio en 1523, que fue reconstruida sin seguir los criterios neoclásicos sino recuperando el estilo primitivo cristiano original. «Creo que evidentemente estaba dotado de una gran sensibilidad por todo lo humano, además de una gran benevolencia que veía representada en obras que en realidad prefiguraban el mundo pagano», destacó Gallagher. «Sin embargo, era la humanidad la que regía su visión de la belleza. Como se suele decir, “la belleza salvará el mundo”. Y él, como san Pablo, decía que “todo lo bello y lo bueno merece alabanza”».