Cuando el ambiente o la liturgia lo sugiere… me siento en el confesionario. Nunca me he arrepentido del tiempo que paso allí. Como en todas partes, hay penitentes de varios tipos: desde el fariseo que piensa que puede engañar a Dios, hasta el humilde pecador que solo sabe darse golpes de pecho y se va feliz sabiendo que Dios le ama.
Pero en esta zona rural de India me encuentro con cierta frecuencia un triste grupo de penitentes, mayormente mujeres, que después de un largo silencio me dicen entre sollozos: «Soy muy infeliz». Pobres mujeres víctimas de maridos vagos, borrachos o violentos, y viudas abandonadas por sus familiares o con hijos ingratos. Pobres mujeres que no tienen a quién contar su pena y por fin se atreven a contársela a Dios. Es entonces cuando quisiera poder hablar con la autoridad de Jesús y confortar a esas buenas mujeres con palabras que salen del corazón de Dios.
Tampoco es infrecuente en esta misión que se acerque al confesonario algún hindú que ha venido a la iglesia por curiosidad o acompañando a algún colega cristiano. Es gente sincera y devota que sabe pedir perdón y agradece palabras de aliento y cariño.
En contadas ocasiones nos armamos de paciencia para escuchar las confesiones de los niños, que con valores muy ecológicos se sienten más culpables de haber aplastado una hormiguita que de haber engañado a un amigo, y se sorprenden cuando les digo que reconsideren el orden e importancia de sus valores.
Otros muchos, ya lo sé, jamás se acercarán a un confesionario, aunque a veces sean los que más lo necesitan, especialmente los que van por la vida acusando y lapidando a derecha e izquierda sin recordar las palabras que salieron de labios de Jesús: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra».