«¿Comprendéis lo que he hecho?»
Celebrar la Pasión con los que la padecen aquí y permanecer en silencio junto a María conducen a cantar con alegría la Resurrección
En los últimos 14 años he vivido y celebrado la Semana Santa en un hospital; naturalmente también colaborando en mi parroquia y con ministerios en otros lugares; pero fundamentalmente allí, con nuestra comunidad de pacientes crónicos —nuestros feligreses de toda la vida— y con el resto de personas que vivimos estos días, ingresados, trabajando o visitando, en la catedral del sufrimiento. Son días de intenso trabajo y emoción. Los pacientes que tienen las condiciones adecuadas salen de permiso a estar con la familia; otros reciben la visita de sus seres queridos que se toman en serio eso de Mateo 25, «estuve enfermo y vinisteis a verme»; y otros, ¿por qué no reconocerlo?, no tienen quien los venga a ver desde hace demasiado. Para los profesionales que aquí estamos cuidando integralmente a quienes se nos ha confiado también son días especiales, en los que estar de guardia trabajando toca el adentro.
El trabajo en el Servicio de Atención Espiritual y Religiosa sigue su ritmo habitual: acompañamiento a quien lo solicita, charlas con profundidad de vida marcada por el sufrimiento, momentos de compartir, de conectar con el corazón de otro y de poner alguna semilla de esperanza; y el servicio religioso y sacramental que sea preciso. Pero todo queda marcado por el ritmo de la liturgia, que intentamos hacer con sobriedad y solemnidad.
Hace cuatro días empezamos con una sencilla bendición de los ramos y proclamando el Evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén. La asamblea litúrgica, reunida con ramas de olivo que nuestro jardinero nos facilitó, inició la Semana Santa en procesión hacia la capilla entonando el «Hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor». Con alegría acogimos a Jesús que entra en su casa y se queda aquí para siempre, pase lo que pase. La proclamación de la Pasión según san Lucas, que cada uno siguió como pudo, fue uno de los momentos centrales; como el silencio arrodillado a las palabras del paciente-cronista: «Y dicho esto, expiró».
El Martes Santo recibimos los óleos, especialmente el óleo de los enfermos, bendecido por nuestro cardenal arzobispo en la catedral. Con él se hará realidad la oración de bendición: «Que cuantos sean ungidos con él sientan en cuerpo y alma tu divina protección y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores, […] que este aceite sea para nosotros óleo santo».
El jueves tenemos todo preparado para comenzar el Triduo Pascual con la Misa vespertina en la Cena del Señor. Ojalá podamos «alcanzar, de tan gran misterio, la plenitud de caridad y de vida». Las velas y las flores adornan la capilla, las sillas de ruedas y andadores definen la primera fila, quien está la celebración completa y quien pasa un rato son nuestra asamblea, en la que proclamamos y repetimos el gesto del lavatorio de los pies, a todos y cada uno. «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Asombra, interpela, eriza la piel arrodillarse ante el Señor en la persona de nuestros señores enfermos y lavarles los pies; pies que deambularon por tantos caminos, muchas veces sin rumbo, pies que nos acercan a Él, tocando su carne. Luego continuaremos con un rato de oración ante el Santísimo.
Celebrar, el Viernes Santo, la Pasión del Señor con los que la padecen aquí; y permanecer en silencio el sábado, junto a María a la puerta del sepulcro, conducen a cantar con alegría la Resurrección en la noche de Pascua. Que lo podamos continuar celebrando y viviendo todos los años que nos queden.