Color y melodía en Andrés García Ibáñez
La Serrería Belga de Madrid acoge Beethoven. Del corazón al corazón. Su música inspira al pintor almeriense unos personajes muy actuales que invitan a contemplar al ser humano desde su miseria y grandeza
En pleno eje artístico madrileño, a escasos metros del Museo Reina Sofía y de CaixaForum, encontramos la Serrería Belga, ámbito otrora industrial recuperado por el Ayuntamiento de la capital como espacio artístico alternativo, que acoge propuestas tan originales y excepcionales como la exposición titulada Beethoven. Del corazón al corazón.
De la mano de Andrés García Ibáñez (Olula del Río, Almería, 1971), uno de nuestros artistas más internacionales, esta muestra nos acerca a un proyecto sinestésico donde música y pintura, color y melodía, nos descubren el brillante universo poético del pintor, cuyo particular y renovado discurso figurativo nos permite inscribirlo entre los más significativos realistas de los últimos años: Antonio López, Isabel Quintanilla, María Moreno, Amalia Avia y un largo etcétera.
La exposición, comisariada por Estrella Romero Jiménez, es conducida en cierto modo por el propio Beethoven, quien tanto ha inspirado —y sigue iluminando— al autor almeriense. Sus óleos nos retrotraen a esa trascendencia que, partiendo del compositor de Bonn (Alemania), nos acerca al atractivo y complejo mundo de Ibáñez, maridando en sus cuadros experiencias personales y musicales, anhelos poéticos y esperanzas conquistadas. Quizá uno de los aspectos más atractivos de esta serie pictórica sea el contraste o la paradoja entre la sublime musicalidad beethoveniana enfrentada a unos personajes, hombres y mujeres, extraordinariamente actuales, incluso prosaicos. Como otrora Caravaggio —la comparación no es baladí—, Ibáñez tiene la capacidad de poetizar nuestro día a día, pues el rigor de sus composiciones y modelos permite identificarnos con cualquiera de los protagonistas. A tal hecho no es ajena su técnica precisa y veraz, firme y enigmática, actual y referencial, ya que un rasgo distintivo suyo son esos guiños dimanados del profundo estudio y valoración de la historia del arte.
Nada en estos cuadros es casual, ni en sus formas ni en su iconografía. De esta guisa apreciamos la reinterpretación de ciertas composiciones de Caravaggio, sus brindis al color de El Greco o Zuloaga, amén de ese bajo continuo —nunca mejor dicho al hablar de música— aupado por el hálito de Goya. Sin duda, el drama, la pasión, la tragedia y la esperanza que a Ibáñez le inspira Beethoven no es lejana a la producción del aragonés.
Ahora bien, dichas influencias son solo una apoyatura. La figuración del almeriense es, ante todo, personal, innovadora. Su lenguaje, sus metáforas y sus personajes no dejan de ser un reto desafiante respecto al arte de nuestros días.
Frente a la poética del asco, de lo pasajero, de aquello que fue rompedor con las vanguardias y hoy se ha convertido en nueva y tirana academia, Ibáñez nos invita a la reflexión profunda, a contemplar al ser humano desde su miseria y su grandeza. Sus hombres y mujeres inspiran, a la par que viven, el arte y la música. Ahí es donde más arriesga el pintor, al presentar una humanidad que no se reduce a la mera producción, al automatismo de una sociedad sinsentido, competitiva y materialista. No.
La producción de Andrés Ibáñez es actual y rupturista porque en este aquí, en este ahora de alienantes sueños ególatras, de rechazo a la otredad, este creador —del corazón al corazón— nos invita a despertar, a pensar, a dudar, a preguntar; en definitiva, a hacer de la estética nuestra ética.