Clubes de lectura - Alfa y Omega

Ayer asistí a un club de lectura. Se comentaba uno de mis libros, el último. Y aunque confieso que mi primera reacción fue la de costumbre —quedarme en casa y declinar la invitación—, accedí por ser la librera una conocida. Me esperaban en la librería una quincena de personas sentadas en círculo que expresaron sus impresiones tras la lectura. Me preguntaron cosas que no supe responder a la vez que me revelaron significados de mi libro que yo desconocía. Me preguntaba: «Pero, ¿toda esta gente ha venido por unas cuantas páginas que yo escribí ya no recuerdo cómo ni por qué?». Me fascina que una tarea tan solitaria termine alumbrando una comunidad. Viendo aquella sociedad lectora, pensé en el origen de la literatura, las historias que las gentes traficaban alrededor del fuego para combatir el frío y la oscuridad nocturna o para cohesionar el pueblo o explicar el mundo. Aunque todos más modernos y con iPhones, hacíamos allí lo mismo: la literatura sigue protegiéndonos de la intemperie y dándonos calorcito. Porque seguimos siendo criaturas indefensas y las historias, como fanales, nos ayudan a no perdernos en la oscuridad del mundo, que sigue siendo difícil.

Los clubes de lectura consiguen que una librería tenga vida más allá de las pocas ventas. Se convierten, gracias a ellos, en templos a los que las gentes acuden como hacían en otro tiempo yendo a la iglesia para pedir la curación de una dolencia. No es la primera vez que veo que alguien deprimido, con una herida que le aísla y le impide levantar el ánimo, recobra la sonrisa en un club de lectura, se alegra al ver a los otros que acuden con su libro bajo el brazo y encuentra algo parecido a la amistad. Un día de su semana se vuelve luminoso y alcanza la categoría de celebración. Le hace desatender por unas horas las causas que le llevan a tomar Prozac o mitigan las preocupaciones económicas que arrugan su frente. Es algo fantástico, el poder pentecostal del libro. La literatura, al contrario que la política, acaba la división y logra hermanar gentes de distinta ideología o circunstancias. Y ayer fue bonito ver aquellos rostros, cómo florecían por unas cuantas páginas que escribí como pude hace un tiempo y que alguien quiso imprimir y distribuir.

No todo es idílico, por descontado. He conocido clubes de lectura arruinados por una enemistad, en los que alguien ha querido imponerse a los demás menospreciando sus comentarios. Incluso clubes que dejaron de admitir a nuevos miembros porque se pensaba que así se corrompería el espíritu que los fundó y que acabaron deshaciéndose. Nada está libre del sectarismo o la endogamia, el ego se abre paso hasta en lo más sagrado y lo adultera. No quiero idealizar, pero ayer, ya digo, me sentí privilegiado siendo partícipe de aquella comunidad lectora y volví a casa agradecido, con la sensación de haber recibido mucho más de lo que doy. Contento por haber desobedecido mi tendencia a la clausura y haber salido de casa.

A veces, mientras escribo, me vienen a la memoria esas personas que llegan con su ejemplar para una firma o que te cuentan con una sonrisa lo que tus líneas les han sugerido en sus soledades. Esas personas que, sin conocerte, te dan las gracias y te hacen sentir acompañado, dando sentido a tu tarea, tan solitaria. Y sonrío si aventuro, cuando entrego el nuevo manuscrito al editor, que estarán al otro lado, como alguien que espera un rato en una cafetería agradable, a media tarde, para conversar y contarnos cómo nos va la vida.