Hoy los impactos de la globalización y la digitalización están siendo tan grandes que la política es incapaz de hacer frente al desmoronamiento del contrato social y de las instituciones básicas sobre las que se han asentado la democracia liberal, la socialización y la estabilidad socio-política-económica durante décadas. La desafección ciudadana lleva a muchos a buscar espacios alternativos a los hasta ahora existentes. El auge de nacionalismos y populismos, al albur de la polarización y la posverdad, parece torpedear la construcción del espacio transnacional que nuestros antecesores europeos pusieron en marcha precisamente para superar la fatalidad de ambos ismos y eliminar la posibilidad de la terrible guerra, que hoy ha retornado a Europa y la tiene en tensión. En tal escenario, interesa mucho repensar la ciudadanía europea, como recientemente la Fundación Pablo VI hizo en una interesante jornada internacional.
Sin querer negar las grandes conquistas de desarrollo social y libertades de Europa, al mirar más allá de la superficie se puede descubrir en ella un estado de crisis, donde hay miedo, incertidumbre y desorientación. Algunos creen que Europa está haciendo frente gallardamente a duras crisis que no son suyas; yo pienso que ella misma está en crisis haciendo frente a crisis. Eso sí, como recuerda el Papa, la etimología de la palabra crisis no tiene solamente una connotación negativa de mal momento que hay que superar, sino que habla también de oportunidades que el discernimiento permite aprovechar a favor del bien posible.
La ambivalencia de Europa apunta en la dirección de un proyecto difícilmente sostenible por cuanto las sociedades europeas estarían viviendo de valores que ellas no solo no producen ni alimentan, sino que incluso destruyen, a pesar de depender de ellos. Podríamos decir que se malgastan energías construyendo por un lado lo que se destruye por el otro. Así sucede, por ejemplo, cuando se pide blindar constitucionalmente derechos como el aborto poniendo en segundo término el valor de la vida humana, o cuando aflora la incapacidad de dar una respuesta humana decente al drama de la inmigración en el Mediterráneo convertido en una gran tumba. No faltan contradicciones entre una retórica humanista y solidaria, por un lado, y las continuas quiebras de los derechos fundamentales por posturas cortoplacistas o intereses estrechos, por otro. Tampoco faltan proclamas a favor del pluralismo y el multiculturalismo, mientras que a la vez se ponen en marcha políticas y leyes que favorecen la exclusión de los símbolos religiosos en la vida pública, so capa de tolerancia y neutralidad. Por supuesto, no me refiero a símbolos religiosos que se usen con fines intolerantes o violentos, sino a aquellos que en la esfera pública construyen ciudadanía justa y libre, mirando por el bien común.
Poco después de la firma de los Tratados de Roma, el gran pensador italo-alemán Romano Guardini advertía en su obra Europa: realidad y tarea que «Europa es ante todo una disposición de ánimo que puede perder su hora». Cuando hoy detectamos señales claras de esa «pérdida de hora», no podemos quedarnos de brazos cruzados. Hemos de movernos con rapidez y reaccionar, pero no alocadamente, sino adoptando soluciones discernidas que movilicen nuestras mejores energías para responder al bien común. Al ubicar la etimología de ciudadano al citatorium latino, el Papa Bergoglio presenta al ciudadano como «el citado para asociarse hacia el bien común», de modo que, si el pueblo está siempre en construcción, también lo está el ciudadano. En la ciudadanía está la vocación inclusiva de todos a lo político, no coincidente exactamente con el desempeño de la profesión política. Esa convocatoria al bien común pide aplicarse en tejer vínculos a través de familias, vecindarios, escuelas… y de las sociedades intermedias, que se convierten en el mejor remedio contra el frentismo y la polarización, así como contra el populismo y la posverdad. Creo que los cristianos de Europa estamos convocados a trabajar cotidiana y generosamente a favor de los cultivos prepolíticos de solidaridad y ciudadanía, tejiendo con todas las personas de buena voluntad bienes comunes en el horizonte que da la verdadera esperanza.
Hace seis décadas nuestros predecesores encontraron surtidores de esperanza y anclajes de sentido para moverse hacia el bien, la justicia y la verdad, y hoy también podemos hallarlos si —como pidió el Papa en 2017, la víspera del 60º aniversario de la Unión—ponemos a la persona en el centro y en el corazón de las instituciones; si trabajamos por la solidaridad, la hospitalidad y la integración, los antídotos más eficaces contra los nacionalismos egoístas y los populismos demagógicos; si no nos agarramos miedosamente a las falsas seguridades e invertimos en desarrollo y en paz y si nos abrimos con humildad y decisión al futuro, sobre todo, dando a los jóvenes una formación seria y posibilidades reales de inserción laboral, invirtiendo en la familia, como célula primera y fundamental de la sociedad, respetando la conciencia de los ciudadanos y defendiendo una ética coherente de la vida, que atiende tanto al comienzo y al final de la vida humana como a las condiciones sociales de realización de personas y comunidades y al cuidado de los ecosistemas naturales.
Esa ética coherente da expresión social a la dignidad ontológica, que la teología llama «infinita», como hace el reciente documento del Dicasterio para la Doctrina de la fe, o «trascendente», como ha hecho el Papa en sus discursos a Europa. Es la dignidad inalienable de un ser que no es absoluto ni autosuficiente, sino relacional y vinculado. En ese carácter relacional intrínseco está la base para la defensa y la promoción de los derechos humanos, que no son los derechos subjetivos e individualistas que desligan a las personas de sus vínculos sociales y antropológicos y les hacen perder el sentido del bien que les une en comunidad. Agradezcamos que el Evangelio de Jesucristo es un inagotable «manantial de dignidad humana y fraternidad» (Francisco).