Cicerón distinguió entre civitas, «ciudad de almas»; y urbs, «ciudad de piedras». Hasta el siglo XVIII, en el mundo occidental prevalecía el primer modelo. Si admiramos nuestras ciudades medievales y observamos su estructura, entendemos inmediatamente lo que significa una ciudad de almas. Sin embargo, desde el siglo XVIII, como consecuencia de la Primera Revolución Industrial, observamos una transformación gradual del modelo de civitas al de urbs.
Una de las causas tiene que ver puramente con la faceta económica; en otras palabras, con la especulación en torno a la vivienda, un mecanismo con el que estamos muy familiarizados. La idea de la Revolución Industrial era acumular cada vez más capital para establecer nuevas formas de producción. No es verdad cuando se identifica la economía de mercado con la emergencia del capitalismo, pues este surge en el siglo XVIII y la economía de mercado en el XV y el XVI, por ejemplo con la escuela de Salamanca, y se basa en el modelo de civitas.
Un segundo factor tiene una naturaleza diferente y es el origen de ese fenómeno que hoy ocurre ante nuestros ojos y que se llama gentrificación. Se trata de una forma de excluir del centro de las ciudades a las personas que pertenecen a las clases sociales bajas, pero no mediante el uso de la fuerza sino por un mecanismo económico: el sistema de precios. La idea es aumentar año tras año el precio de la vivienda para que quienes no se lo pueden permitir se vean obligados a irse a las afueras.
Otra causa tiene que ver con las características de la Tercera Revolución Industrial, la de las tecnologías digitales. Su característica principal es que provoca concentración. En la Segunda Revolución industrial las fábricas se distribuían por todo el territorio. Pero para generar investigación científica en ámbitos como la inteligencia artificial es necesario concentrar a los cerebros cerca de centros tecnológicos.
Las consecuencias de la transformación del modelo anterior al nuevo son muy relevantes. La primera es la degradación medioambiental. Otra se ha venido a llamar disrupción social. Además de los bienes privados y públicos —los únicos de los que hablan, en general, los economistas— las personas necesitamos bienes relacionales y comunes. El relacional es aquel cuyo beneficio depende de las relaciones entre otro y yo. Yo puedo consumir, solo, un bien privado, como una comida. Pero no se disfruta tanto como si la pudiera consumir en compañía. Aristóteles ya afirmó que nadie puede ser feliz solo. Por otro lado, un bien común —no confundirlo con uno público— es aquel que tiene que gobernar la comunidad, no una autoridad pública ni el mercado.
El modelo de la ciudad de piedra va en contra tanto de los bienes relacionales como de los comunes, porque con ellos necesitamos interactuar entre nosotros. Pero si creamos grandes ciudades donde el anonimato es la norma, nunca podremos disfrutar de la relacionalidad. Y los niños pequeños sufren hoy en día por ello: no tienen lugares donde encontrarse porque las ciudades están llenas de rascacielos y edificios. Así que estamos perdiendo los bienes relacionales y, como consecuencia, la felicidad.
Otra implicación de todo esto es que estamos descubriendo que, cuando la escala de la producción crece mucho, el nivel de productividad desciende. Por ello, algunas personas inteligentes están cuestionando que debamos seguir así. Michael Polanyi acuñó el concepto de conocimientos tácitos, aquellos que tiene toda persona pero son difíciles de articular. Decía que si se quiere que circulen hay que organizar el trabajo y la vida de forma que las personas se puedan encontrar y se permita el intercambio de información. Por eso, también desde un punto de vista puramente económico, hay que repensar hoy la planificación de las ciudades.
Finalmente, una última consecuencia de la transformación de estas tiene que ver con la vertiente política; más específicamente con la democracia precaria que estamos sufriendo. La democracia presupone que las personas pueden intercambiar sus visiones en un diálogo abierto que nos puede enriquecer a todos. Con todo, si no creamos espacios amplios donde la gente se pueda mirar a los ojos y discutir libremente, el principio democrático sufre. La democracia no es de una vez para siempre; tiene que nutrirse. Y su alimento es el diálogo, confrontar nuestras posturas.
¿Qué puede hacerse? En primer lugar, tenemos que insistir en nuestros países y conseguir que las instituciones de la UE incluyan la cuestión de la sostenibilidad urbana en sus programas. Luego tenemos que repensar a nivel cultural los modelos de arquitectura para que sean relacionales. Hay expertos, sobre todo en España, que están trabajando en esta dirección. Finalmente, debemos volver a una democracia deliberativa y crear instrumentos y foros para ella: lugares donde los ciudadanos, las empresas y los organismos públicos intervengan para debatir sobre cuestiones importantes y relevantes.
El autor pronunció la conferencia de clausura del congreso anual EU-CONEXUS, celebrado en la Universidad Católica de Valencia (UCV).