En un momento histórico en el que los cristianos vuelven a ser brutalmente perseguidos y cruelmente asesinados, casi 2.000 años después de los circos de Roma, es de agradecer que una película ponga sobre el tapete esta cuestión a la que tantos no quieren mirar.
Martin Scorsese lleva a la pantalla una adaptación de Silencio, la novela histórica del católico japonés Shusaku Endo, publicada en 1966, sobre los misioneros jesuitas portugueses en el Japón del siglo XVII. La trama principal gira en torno al personaje real de Cristóbal Ferreira, un jesuita que apostató públicamente tras sufrir torturas y ver morir a sus compañeros. La novela —y la película— siguen los pasos del padre Rodrigues, un joven jesuita que viaja desde Macao a Japón para averiguar qué ha sido de Ferreira, su antiguo maestro, y ayudar a los cristianos perseguidos.
Scorsese leyó la novela en 1989 y un año más tarde compró los derechos para adaptarla al cine. Desde entonces ha estado en su cabeza dando vueltas, tomando forma, hasta que finalmente se ha podido rodar y estrenar. Al margen de la historia, como aventura o peripecia dramática, a Scorsese le interesaba sobre todo reflexionar sobre algunas cuestiones relativas a la fe, a la gracia, a la redención. Y este terrible episodio le permitía hacerlo de una forma muy personal.
Silencio es un largometraje crepuscular, muy largo (160 minutos), lento, muy contemplativo…, incluso lánguido a pesar de lo impactante e hiriente de muchas imágenes. Refleja la miseria silenciosa en la que eran obligados a vivir tantos japoneses cristianos perseguidos que podían ser asesinados en cualquier momento. Unos cristianos sencillos, muy pobres, desclasados, desprotegidos, y a los que solo se les pedía un gesto muy sencillo: que pisaran un cuadrito de estaño en el que se representaba a Cristo. Por no hacer eso se les torturaba hasta morir. Pero también el filme nos muestra a cristianos que sucumben, apostatan por miedo al dolor, y que luego se acercan a la confesión buscando la misericordia de Dios. Porque Scorsese levanta la película sobre dos pilares: la fragilidad humana —tema que trató polémicamente en La última tentación de Cristo— y la gracia, que siempre está ahí, a pesar de todo, disponible, inagotable.
Son muy interesantes las conversaciones entre el padre Rodrigues (Andrew Garfield) y los japoneses, el inquisidor y su ayudante, que tratan de minar la fe del jesuita por la vía del discurso racional. Sin embargo, parece que la argumentación del jesuita no está a la altura apologética que se podría esperar, y no trasmite con fuerza la novedad del anuncio cristiano. Esa carencia es característica de casi todos los cristianos que salen en el filme, y que no contagian ninguna alegría o esperanza presente. Más bien parecen tristes resignados con la desgracia que les ha tocado en suerte, y no brilla en ellos el consuelo del Resucitado. Esta es quizá la principal deficiencia de un filme imponente, profundo, honesto, aunque también frío y desabrido, como todas las películas de Martin Scorsese. Imprescindible.
Martin Scorsese
Estados Unidos
2016
Drama
+16 años