De Estanislao Figueras, presidente de la Primera República española, en 1873, ha quedado una frase que da una idea exacta de las dificultades por las que pasó su Gobierno y del desprestigio de los políticos. Un día, en una sesión del Consejo de Ministros y pese a ser hombre culto, refinadísimo, pulcro y muy educado, dijo en catalán: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Más contundente aún, su correligionario Emilio Castelar se despachó a gusto en las Cortes republicanas: «Aquí en España todo el mundo prefiere su secta a su patria, todo el mundo… De ahí una guerra que yo he calificado muchas veces de animal, guerra que se declaran aquí unos partidos a otros, intolerantes todos, intransigentes todos…».
Hoy hablamos sin parar de la mediocridad de los políticos, de su manifiesta incapacidad e ineficacia, e incluso se los percibe como personajes de ética titubeante y dudosa lealtad. Tras las pomposas declaraciones que nadie en su sano juicio podría discutir –derechos humanos, libertades civiles, igualdad de oportunidades, pluralidad cultural– muchas veces se esconde una gestión opaca, alejada de ese ideal de transparencia que todos los personajes públicos dicen profesar. «Desprecio a aquellos cuyas palabras van más lejos que sus actos», decía Camus, señalando a los oportunistas y logreros de siempre. En la devaluación del arte de la política también influye la inflación de cabecillas y condotieros de todo pelaje y ámbito, consecuencia de la organización de la España de las autonomías, a los que se ven demasiado sus escaseces.
Si Boecio se preguntaba en el siglo VI por qué los malvados logran recompensa en esta tierra y los justos no, inaugurando con su De consolatione philosophiae una honda meditación sobre el sentido teológico del mal, mucho antes el gran humanista, filósofo y político Marco Tulio Cicerón escribía que el servir con fervor a la patria y consolidar las instituciones del Estado en los momentos de peligro debía ser la meta del perfecto ciudadano. ¿Qué podían importar los peligros y sinsabores que llevaba consigo la actividad política si a los buenos gobernantes les estaba prometido el cielo, donde vivirían eternamente? Porque para Cicerón la muerte no igualaba a los hombres. Solo los espíritus selectos ascienden hasta el dominio celeste, solo los que han cultivado su alma en las nobles tareas de honrar a su nación. «A decir verdad, nada de lo que se hace en la tierra le es más querido a aquel dios soberano que gobierna el mundo entero que las colectividades humanas, unidas por el derecho, que reciben el nombre de ciudades, cuyos gobernantes tienen un lugar determinado en el cielo, donde gozarán felices de la eternidad», escribe Cicerón en El sueño de Escipión. Leído con avidez por san Agustín, este breve opúsculo mereció los elogios de los más grandes humanistas del Renacimiento.
Cicerón elige de guía a Platón, cuya República llevaba siglos marcando el paso de la filosofía política del mundo conocido, pero el orador latino no es un filósofo que levante castillos en el aire, sino un servidor público que considera la actividad cívica el ideal supremo de perfección. ¿Qué discurso –se pregunta– pueden hacer los filósofos tan perfecto que sea preferible a una república bien constituida por su derecho común y sus costumbres? ¿Quién ha visto nunca una ciudad gobernada por filósofos? Cicerón estaba convencido de que los mayores males de Roma se debían a que los políticos no aplicaban valores morales a sus acciones. La pelea por la excelencia había sido siempre el pulso que mantenía viva a la patria, pero cuando la ambición, la rivalidad y el odio se enseñorean de la política arrastran fatalmente a los ciudadanos a una verdadera guerra civil. «Resulta preocupante que tiendan a ser los hombres más brillantes y con más talento los que más consumidos están por el ansia de poder y gloria», le dice Cicerón a su amigo y editor Ático pensando en César y Pompeyo.
Sin justicia, sin respeto a la ley, sin íntegros hombres de Estado, no existe Roma, proclama Cicerón. Roma no necesita demagogos ni dictadores, sino hombres de probada virtud que antepongan los interés públicos a los privados, la moralidad a la corrupción. De los ciudadanos que cultivan la justicia y la piedad, de los ciudadanos que convierten su existencia en una épica de honestidad al servicio del bien común es el cielo. «La vida no consiste solo en respirar. El esclavo no goza de una verdadera vida. Todas las demás naciones son capaces de soportar la servidumbre, pero la nuestra no», gritó en uno de sus electrizantes discursos, intentando despertar en sus conciudadanos el espíritu de rebeldía que frenara las arbitrariedades del poder. «Es tan glorioso recuperar la libertad que es mejor morir que no lanzarse a recobrarla», pregonó Cicerón valerosamente, sabiendo que pronto pagaría su arrojo con la vida.
Los primeros cristianos reconocieron en Cicerón un pagano virtuoso, porque ofreció un modelo de acción política regida por la búsqueda del bien común, y la admiración le acompañó a lo largo de los siglos por todos los que cultivaron principios humanistas, convencidos de que el buen gobierno y el perfecto ciudadano debían preferir lo honesto a lo indecente, lo justo a lo arbitrario, la palabra a la espada.