Christopher Dawson en la colina del Capitolio - Alfa y Omega

Christopher Dawson en la colina del Capitolio

El 25 de mayo de 1970, fiesta de san Beda el Venerable, fallecía Christopher Dawson, el gran historiador británico de la cultura, vivamente interesado por la condición religiosa del ser humano, sobre todo desde que fuera recibido en la Iglesia católica en 1914

Antonio R. Rubio Plo
Christopher Dawson
Foto: @cdawonquotes.

Roma, 11 de abril de 1909, domingo de Pascua. Un joven de 19 años, Christopher Dawson, estudiante de Historia en Oxford, se encontraba en la Ciudad Eterna con su amigo Edward Watkin, convertido pocos años antes al catolicismo. Como otros visitantes, Dawson había acudido a la plaza del Capitolio para contemplar una impresionante vista de Roma. Desde esa panorámica se divisan dos mundos distintos, y en apariencia opuestos: las ruinas del Foro y la basílica de San Pedro junto a otras impresionantes iglesias barrocas. En la colina del Capitolio estuvo un grandioso templo dedicado a Júpiter. Sobre sus ruinas se alza ahora la iglesia del Ara Coeli, en cuyo interior se combina el pasado medieval, renacentista y barroco. Si Dawson hubiera tenido la mentalidad de muchos estudiantes y profesores de su universidad, podría haber pensado en el triste destino de aquel símbolo de la gloria de Roma, consagrado por Augusto y situado en un lugar desde donde partían las vías imperiales. El esplendor había sido sepultado por el cristianismo, la oscura religión venida de Oriente, que además había hecho languidecer a la vieja Roma.

Todo eso lo había percibido otro antiguo estudiante de Oxford, el historiador Edward Gibbon, que en 1764 había subido a la colina del Capitolio. Al atardecer le invadió una profunda melancolía, al escuchar los cantos de vísperas de unos monjes en la iglesia del Ara Coeli. ¿Dónde había quedado la grandeza de Roma? En aquel instante Gibbon sintió la necesidad de escribir una obra monumental sobre la caída y decadencia del Imperio romano, pues si había que señalar a un responsable de lo sucedido, no podría ser otro que el Dios cristiano. Para llegar a esa conclusión, Gibbon no se tomó la molestia de leer a san Agustín, un romano en todos los sentidos. En cambio, Dawson sí había empezado a interesarse por La ciudad de Dios y otros escritos de los padres de la Iglesia. Por tanto, su percepción de Roma desde el Capitolio tenía que ser forzosamente distinta.

Dawson admiró siempre la prosa de Gibbon, una esmerada fusión entre historia y literatura, pero su elección entre las dos ramas del saber sería siempre a favor de la primera. Esto no fue obstáculo para que un poeta como T. S. Eliot reconociera la influencia de Dawson en su obra. Pero su catolicismo no era literario. Admiraba a Chesterton, con el que mantuvo alguna correspondencia, aunque no se identificaba con ese catolicismo de alegre taberna, que podía gustar a Hilaire Belloc, ni creía que todo intelectual católico tenía que ser necesariamente un medievalista. El carácter de Dawson era más bien apacible y enemigo de los debates acalorados. Escribió muchas páginas sobre la Edad Media para salir al paso de esa historiografía que la redujo al tópico de edad oscura, pero, en mi opinión, este historiador tenía mucho de barroco.

Fe y cotidianidad, unidas

Donde la mirada de Gibbon desde el Capitolio había visto monumentos de superstición, Dawson contempló iglesias doradas y mármoles de colores. Su estancia en Roma le hizo admirar los edificios de Bernini y Borromini, e interesarse por la lectura de santa Teresa y san Juan de la Cruz. Fue la progresiva reacción de un hombre que no estaba satisfecho de la separación en su país de origen entre la fe y las actividades cotidianas, en una combinación entre fideísmo y ciencia empírica. La religión que solo dedica a Dios una hora en el domingo no entiende de mística. Una vida que ha ido perdiendo todo sentido religioso es el camino para una cultura secularizada. Porque cuanto más fuera profundizando Dawson en la historia, más se alejaría del protestantismo. Esto también lo experimentó san John Henry Newman.

A Dawson le separó principalmente de Gibbon el que este fuera un historiador de la Ilustración, un admirador de Voltaire que, por cierto, también escribió monumentales obras históricas, aunque siempre con un toque literario. Contra lo que algunos historiadores han sostenido, Dawson defendía que la secularización de la cultura occidental no empezó con el Renacimiento, ni tampoco con la Reforma. Afirmaba que durante los siglos XVI y XVII, tanto en la Europa protestante como en la católica, se siguieron cultivando las humanidades. Hubo personalidades inglesas que estudiaron y viajaron por la Italia barroca. En cambio, con la Ilustración llegó la ruptura, con el culto a una religión del progreso que tomó el lugar de una teología enredada en aspectos formalistas.

Me gusta imaginar que Dawson, al observar la cúpula de San Pedro, pudo pensar en San Pablo de Londres. El Barroco todavía formaba parte del humanismo cristiano.