Ahora que nos llega Halloween con sus calabazas, es un buen momento para reflexionar sobre cómo las series de ficción se han convertido en el espejo que, a menudo, nos devuelve nuestros miedos. Chernobyl, basada en la catástrofe nuclear acaecida en la actual Ucrania (antigua URSS), es un buen ejemplo de ello. La miniserie es, sin duda, una de las grandes de 2019, llamada a convertirse en una serie de culto. Realizada al alimón por HBO (USA) y Sky (Reino Unido) dramatiza con buen tino el desastre nuclear que tuvo lugar en abril de 1986.
El gran tema que se pone en juego (lo afirma el propio director) es el de la verdad. Hablar de verdad es tiempos de posverdad, de primacía de las interpretaciones y el relato sobre los hechos es una empresa gigante. Pero los hechos son tozudos y, por mucho que el KGB termine por depurar a Legásov, nuestro protagonista, la realidad se nos antoja inmutable. Todos los personajes, menos el interpretado por Emily Watson, tienen su correlato en la realidad y existieron más allá de la imaginación de los guionistas. En este sentido, la serie nos permite abordar el apasionante dilema acerca de si personalizar la Historia es traicionarla o hacerla inteligible. Chernobyl tiene la ardua tarea de hacer historia del presente y lo resuelve con eficacia, optando por sumergirnos desde el principio en una asfixiante negrura. Es, en términos generales, una serie realista, aunque pegue algún resbalón científico y se tome alguna que otra licencia, propia de quien tiene que someter a la historia a inevitables tensiones dramáticas.
Sin ser una serie de masas, ya ha calado hasta llegar a incentivar una suerte de turismo del terror, que nos interpela sobre la banalidad del mal cuando vemos a turistas haciéndose selfis frívolos con un campo de concentración de fondo. En este caso, ha aumentado el número de visitantes a la planta nuclear y al cercano pueblo fantasma de Prípiat. Es nuestra forma narcisista y breve de intentar atrapar cuanto la historia tiene de indeleble.