Cervantes no es un galardón, es lectura
No dejó herederos de su hacienda, «por no tener bienes nengunos», pero su patrimonio es el más valioso de cuantos se han conservado. El mejor tributo que puedes rendirle: ¡léelo!
Empecemos por el final, y el final es que Cervantes, como toda criatura, se nos murió. Ahora la gente se nos ha puesto estupenda con los huesos encontrados en las Trinitarias, en el Barrio de las Letras de Madrid. Así llevó el hecho a portada la edición española de National Geographic: «Aquí yacen los huesos de Cervantes, o eso parece». Lleva razón Enrique Vila-Matas cuando deja escrito: «Ahora que andamos cada vez más en los huesos, adelgazando en cultura, trasegamos con los huesos de Cervantes, pero –como siempre– sin leerle». Nos gusta el notición teñido de curiosidades. Que Cervantes y Shakespeare murieran el mismo año de 1616, ha excitado las papilas gustativas de mucho ficciohistoriador para hacer coincidir sus muertes el mismo día, un 23 de abril. Y en estas frivolidades andamos, pero sin jamás leerlos, que es el daño.
Produce pena infinita leer el testamento de Cervantes, en el que no dejaba herederos de su hacienda, «por no tener bienes nengunos, ni quedar de mí cosa que valga nada». Mandó ocho maravedíes, que era bien poca cosa, a la redención de cautivos, a cada una de las Órdenes que tenían el carisma de la redención. Ni siquiera dejó dinero para su entierro. Pero su patrimonio es el más valioso de los que se han conservado. No legó pan, perdices ni ollas, cosas que se corrompen fácilmente, sino alimento del espíritu, allí donde se crece y se gana altura. ¿Es difícil leer a Cervantes?, puede que sí.
En breve saldrá a la luz una edición del Quijote traducida a un castellano contemporáneo, debida al escritor y especialista en Cervantes Andrés Trapiello. No creo que la obra cumbre de nuestra literatura gane en lectores valiéndose de una previa masticación. La dificultad para comprender la obra de Cervantes es más honda. Su concepto del ser humano es planetariamente diverso del nuestro. En Cervantes, como en Dante, hay una definición unitaria del hombre. En él, las clásicas potencias del alma, o sus cualidades genuinas, no son extranjeras, todas andan en comunión: el instinto, el entendimiento, los afectos, la apertura a la Trascendencia… En el Quijote hay un texto bellísimo: «Que el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle». No hay explicación prematrimonial más honda que ésta. Por eso, el Quijote no es un conjunto de remiendos de aventuras. La atmósfera de los acontecimientos nos deletrea el sentido del hombre en el mundo. Así se explicaba aquel hidalgo que se encuentra con el Caballero de la Triste Figura, «mis ejercicios son los de la caza y pesca, (…) tengo hasta seis docenas de libros, (…) de Historia algunos y de devoción otros. (…) Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres (…), soy devoto de Nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor».
Y hasta aquí las credenciales del hidalgo don Diego de Miranda. El escritor Alfredo Alvar Ezquerra ha escrito una estupenda biografía (Cervantes, genio y libertad. Editorial Temas de hoy), donde habla de cómo da cuenta el autor del «potencial noble del ser humano cuando se ajusta a la providencia divina, a la razón, la naturaleza bien concertada, la experiencia y los usos sociales, excluidos aquellos que contravienen las normas anteriores».
Y el escritor se fue a la guerra. La cristiandad intentó, sin éxito, domeñar al turco con la Santa Alianza en 1538. Fue Lepanto la ocasión del éxito. Escribió Cervantes: «Yo me hallé en aquella felicísima jornada», donde recibió dos disparos en el pecho y otro en la mano zurda, que se quedó fría como el basalto. Bien orgulloso estaba de su mano muerta, porque su manquedad «no nació en una taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».
Si quieres hoy rendirle tributo, di que a Cervantes lo lees.