Hay unas palabras de san Agustín en las que afirma así: «La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo». Y con qué claridad y fuerza nos lo explica el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando nos dice: «Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos» (Hch 17, 31). Y es que no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Muchos a través de la historia han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto y han permanecido muertos.
Sin embargo, la muerte del Señor muestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero solamente su Resurrección es prueba segura, es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros y para todos los tiempos. Recordemos lo bien y admirablemente que nos lo explica san Pablo en la carta a los Romanos, cuando nos dice: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9).
Esta noche (en este Domingo de la Resurrección) nos reunimos para celebrar la Resurrección de Cristo, ella es el quicio de la vida cristiana. Os convoco a todos con las mismas palabras que nos dice san Lucas: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24, 34). Celebramos con alegría el triunfo sobre la muerte. Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está muy ampliamente documentada. Cuando se debilita nuestra fe en la Resurrección de Cristo, se debilita fuertemente nuestra fe y por supuesto el testimonio de los cristianos. Queridos hermanos, ¿no ha sido la certeza de que Cristo ha resucitado lo que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a todos los cristianos en todas las épocas? ¿No ha sido en todo tiempo el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y mujeres que desde los inicios de la vida de la Iglesia siguen dejándolo todo para seguirlo y promoviendo su vida al servicio del Evangelio? Qué palabras tan certeras y de tanta hondura nos dice el apóstol san Pablo: «Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe» (1 Cor 15, 14). Pero, queridos hermanos y hermanas: Cristo ha resucitado.
Ha sido el Señor quien nos ha dicho: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11, 25-26). Esa afirmación, «yo soy la resurrección», deseo vivamente que la acojáis en vuestro corazón, pues beber en la fuente de la vida, que es el mismo Jesucristo, es entrar en comunión con el amor infinito que es la fuente de la vida. Os lo aseguro: es al encontrarnos con Jesucristo cuando entramos en contacto, cuando entramos en comunión, con la vida misma. Y ya hemos cruzado el umbral de la muerte, porque entramos y estamos en contacto, más allá de la vida biológica, con la vida verdadera.
Damos gracias a Dios una vez más en estos días porque Jesús muerto en la Cruz ha resucitado y vive glorioso, ha derrotado el poder de la muerte, ha introducido al ser humano en una nueva comunión de vida con Dios y en Dios. Y esta es la victoria de la Pascua, nuestra salvación. Así podemos cantar como dice san Agustín: «La Resurrección de Cristo es nuestra esperanza, porque nos introduce en un nuevo futuro». Hermanos, ¡qué fuerza y belleza adquiere la vida del ser humano con Cristo! La Resurrección de Jesús funda nuestra firme esperanza e ilumina nuestra peregrinación terrena, incluido el enigma humano del dolor y de la muerte. Hermanos, la fe en Cristo crucificado y resucitado es el corazón de todo el mensaje evangélico, es el núcleo central de nuestro credo. Por eso, «alegraos queridos hermanos y hermanas, Cristo resucitado es nuestra resurrección». Estos días le pedimos a nuestra Madre la Virgen María que nos ayude a cultivar en nosotros y en nuestro entorno el clima de alegría pascual para ser testigos vivos de Jesucristo.
En la Vigilia Pascual el sentido profundo que tiene se nos indica y manifiesta con tres palabras que son símbolos elocuentes: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya. Hermanos, «¡es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24, 34).