El cardenal Osoro finaliza su ministerio en la archidiócesis de Madrid. Francisco acepta su renuncia después de nueve años de pontificado. Y la vida consagrada, tan numerosa en esta diócesis, quiere agradecerle su cercanía y afecto de pastor. Nunca lo ha disimulado. Una relación que viene de muy lejos: desde sus primeros años de sacerdote en Torrelavega, donde trabajó en proyectos pastorales con las religiosas de los Sagrados Corazones. Repetía que ellas le enseñaron lo que es la vida consagrada y su eficacia evangelizadora en la Iglesia y, con firme convicción, siempre ha mostrado su gratitud por la ingente labor pastoral de los religiosos y religiosas.
En sus encuentros con la vida consagrada hemos escuchado que Madrid no sería diverso si no existieran en su Iglesia tantos carismas, tanta presencia de comunidades en los barrios, de parroquias, centros sociales y culturales, colegios, universidades… Ya en Valencia animó, y continuó aquí, la celebración de la iniciativa Luces en la ciudad, en la que grupos de jóvenes visitan las comunidades religiosas, rezan juntos y reconocen esas luces que alumbran y testimonian la presencia del Resucitado. Conoce y aprecia bien la vida y misión de la vida religiosa y su razón de ser carismática. Ha sabido acompañar nuestro caminar con paternal cercanía pastoral, inspirándonos siempre esperanza en la fuerza de nuestros carismas, y ha contado con la vida consagrada en los proyectos diocesanos de pastoral.
Con gran afecto y agradecimiento, insistió en que la pertenencia e inserción de la vida consagrada en la Iglesia diocesana se llevara a término desde su realidad carismática, es decir, desde su identidad, y que esta se manifestara en las diversas actuaciones pastorales. En los encuentros con párrocos religiosos insistió siempre en que debían manifestar su espiritualidad propia y su modo de proceder carismático, porque entendió que esto significaba una riqueza para la diócesis y una oportunidad para la evangelización. Lo hemos oído en no pocas ocasiones: «Gracias por lo que sois y lo que hacéis».
Ha creído y apostado por la comunión como principio evangélico para la evangelización, pero una comunión que no se identifica con la uniformidad, sino que se define por la armonía que el Espíritu crea en la diversidad de carismas y ministerios. Una comunión portadora de participación y corresponsabilidad, que se ha concretado en las mesas de vida consagrada en todas las vicarías y en una presencia afectiva y efectiva en toda la diócesis. Pero la comunión tiene una exigencia que don Carlos practicó: la confianza que acoge, antes que las palabras, a la persona. Lo muestran tantos testimonios de consagrados y consagradas con los que se encontró.
Gracias. La vida consagrada de Madrid lo recordará siempre con el gozo de haber sido acogida y acompañada por un pastor de corazón bueno.