Celebrar la vida - Alfa y Omega

Este verano ha fallecido mi madre. Sobra decir la multitud de sentimientos encontrados: una montaña rusa de dolor, de pena, de esperanza, de serenidad, de despedida, de amor acumulado, de fe, de lágrimas, de recuerdos, de luz. Murió en casa, acompañada, con las manos entrelazadas, como en una Eucaristía final. Mientras llegaban los médicos para hacer el acta de defunción, conversamos en el salón: ella aún estaba allí, de cuerpo presente y de alma viva. Contamos anécdotas, reímos, callamos, nos abrazamos. Lo comentaba con algún compañero: a Dios gracias hemos aprendido a escuchar más y a acompañar mejor la muerte y la vida. Así despedimos su carne y besamos una nueva presencia.

Apenas dos días después celebramos su funeral. Gente, mucha gente. Ternura y cariño, infinita ternura y cariño. El silencio en estas ocasiones es parte del lenguaje; un silencio sonoro y espeso, como un buen café, con sabor y aroma propio. La música también necesaria; el verso cantado es más penetrante, más audaz, más libre. La Palabra es un bálsamo, un agua viva que sacia la sed, que refresca, que renueva, que alienta. Se proclamó el texto de Eclesiastés 3: «Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo». Tiempo que te va salpicando de barro y de luz. Tiempo pronunciado cada día, pero, ante todo, tiempo de Dios. La predicación la hizo un compañero. Si, ya lo sé, es mi madre, quién mejor que yo para hablar de ella. Pero tengo facilidad para conmoverme y prefiero evitar los espectáculos. Partimos el pan, apuramos la copa; hubo miradas, manos en el hombro, restos del naufragio, alguna que otra lágrima y mucha tierra prometida. Al final, palabras agradecidas. Entonces la voz se rompe porque algo se ha quedado roto también en este pobre corazón.

Terminó la celebración. La iglesia cierra su puerta. La vida sigue su curso. Hemos celebrado un funeral, el funeral de mi madre. Continuamos celebrando la vida. El tiempo que nos habla del buen Dios. El dolor de los que andan en soledad o han equivocado su camino. La mano que acompaña, que acoge, que perdona y disculpa, que no juzga y se deja sorprender. El rostro de los niños con su inocencia y su naturalidad, escapando de nuestras convenciones y discursos. Los ancianos que ya no sirven para nada más que para ser espejo de una sociedad débil, frágil y humilde. Celebrando la vida, ¡tanto por celebrar!