Estos días he podido estar con mucha gente en situaciones muy diversas: soledad, pobreza y abandono; corazones llenos de cosas pero vacíos de entrega y generosidad; grandes personas con gestos de generosidad inmensa, de servicio desinteresado a los demás… Esto me llevó a tener un coloquio largo con Nuestro Señor a través del pasaje del lavatorio de los pies en el Evangelio de san Juan. Ahí se contempla no un amor teórico, sino un amor que tiene obras y que se manifiesta en hacerse siervo de los demás. ¡Qué estampa tan bella ver a Jesús lavando los pies a los discípulos! ¡Qué atractivo es su gesto y lo que Él nos explica que tiene que significar para quienes nos llamamos discípulos suyos! Se trata de amar como Él amó, dar la vida como Él la dio, servir como Él sirvió, acercarse a los hombres como Él se acercó, con una dedicación especial a quienes están más rotos.
Quiero hablaros al corazón sobre el amor que Dios tiene por cada uno de nosotros frente a dos propuestas engañosas que, en este momento, nos presentan un modo de entender al ser humano disfrazado de verdad: a) mutilar el Evangelio con una ideologización que no evangeliza, y b) analizar y clasificar a los demás, gastando energías en controlar siempre y sea como sea, desprestigiando o inventando, pero nunca queriendo y ayudando, que es donde se muestra el interés por el otro. Lo grave es que, en ambos casos, no interesa la persona del Señor; hay otros intereses, como son imponer a los demás lo que yo quiero que sea Jesucristo.
¿Sabéis lo que mide la perfección del ser humano, de toda persona? La medida que nos puso Jesucristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». A los santos, precisamente, no se les mide por las capacidades que tienen para entender doctrinas, sino por la capacidad que en la vida han tenido para tocar la carne sufriente de Cristo en todos los que los rodearon y en los que más sufrían en su dignidad. Por ello, el santo es el que ha tenido capacidad para acercar a quienes se encontró por el camino la noticia viva, experimentada en su propia carne, de que Dios lo amaba entrañablemente y contaba con su amor siempre para que también él se lo regalase a los demás.
¿Sabéis también otro factor que mide la perfección de la persona? La medida que puso el Señor: «No vine a hacer mi voluntad, vine a hacer la voluntad del Padre». Hay que dejar espacio para que actúe la gracia de Dios. Porque otra tentación tremenda hoy es fiarme de mis propias fuerzas, no reconocer mis límites y creerme un superhombre; sentirme superior a los demás porque cumplo determinadas normas o soy un fiel cristiano que tengo el atrevimiento de dirigirme a quien me encuentro, diciendo que todo se puede con la gracia de Dios, pero esa gracia la reduzco a mi propia voluntad. Hay que vivir con la humildad de estar en la presencia de Dios, envueltos en su gloria y en su amor. Perdamos el miedo a su presencia, no pongamos distancias, dejemos que entre en nuestro corazón y que lo examine, que nos moldee como el alfarero. ¡Qué contemplación más bella podemos hacer de los santos, que no depositan la confianza en sus acciones! Dejemos que sea el Evangelio quien nos guíe: en él vemos cómo Jesús nos entrega el rostro del Padre que se refleja en el hermano.
Hay personas que no tienen conocimiento de que Dios las quiere, ignoran la llamada del Señor, la dignidad de su vida, y su existencia está marcada por la banalidad, viven sin ideales, sin horizontes. No perciben el amor de Dios. Las hay también con un conocimiento falso de Dios, que pierden el sentido de los acontecimientos y falsean y camuflan la verdad de su vida entreteniéndose en opiniones secundarias. Tampoco perciben el amor de Dios. Y hay quienes conocen verdaderamente a Dios, se han dejado amar por Él. Veamos y meditemos el magníficat, donde María expresa cómo siente el amor de Dios: «Ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso». ¡Qué gozo produce el ser uno como es por la gracia de Dios, tanto en las realidades grandes como en las más pequeñas! María es una experta en vivir del amor de Dios. Te propongo tres momentos para dejarte amar por Dios contemplando el texto del lavatorio de los pies:
1. Contempla cómo Dios está al servicio del hombre. Allí están todos los discípulos, también Judas que lo va a traicionar y Pedro que se va a resistir a que el Señor le lave los pies. Y, sin embargo, el Señor, el Maestro, se pone de rodillas, en una actitud humilde y llena de ternura, frente a quienes tienen en el corazón traición, desconfianza, cerrazón, perversidad, dureza y crueldad. Ahí, en esta escena, se contrapone el amor y la bondad de Jesús, mostrando cómo es Dios y hasta dónde ama a los hombres. Dios de rodillas ante los hombres, expresando que el amor, la acogida y el cuidado de los otros tienen que marcar nuestra vida. ¿Cómo quiere Jesús que estemos los discípulos? ¿Cómo estás tú ante los que encuentras por la vida, con los que más cerca tienes? Quizá en este gesto podemos ver lo que realmente perturba la historia humana.
2. Contempla a Jesús viviendo su realidad de Hijo de Dios en el lavatorio de los pies. Mira esta realidad de Jesús: el Padre le entrega todo, ha venido de Dios y a Dios vuelve. Quien ha estado con nosotros, quien nos ha revelado el amor de Dios, tiene plena conciencia de estas dos realidades: a) conciencia plena de ser Mesías, por tanto Señor de la historia, en sus manos está el destino de la humanidad, pues todo se lo ha entregado el Padre; y b) conciencia de saber su origen divino, es Hijo de Dios, sabe que ha venido de Dios y que al final de su vida va a ser Dios. Con estas dos realidades realiza el lavatorio de los pies, con plena conciencia de su origen, de su final, de la responsabilidad de su misión. Este conocimiento de quién es, es lo que da valor a todo lo que hace y sucede, también a su Pasión. ¿Eres consciente de las medidas que tiene su amor? ¿De quién te ofrece su amor?
3. Contempla a Jesús lavando los pies a Pedro. Aquí puedes descubrir a Pedro en la realidad humana más profunda de su ser. Sí, rechazando el amor de Dios. Cuando Jesús le va a lavar los pies, Pedro se dirige a Él con una pregunta y una respuesta: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jamás permitiré que me laves los pies». No rechaza el gesto de Jesús por motivos que podríamos considerar válidos y justos –parece que debiera ser él quien lava los pies al Maestro–, sino por su forma de entender al Señor: cree que Jesús no puede actuar de manera tan servil y humilde, no debe rebajarse a lavar los pies, por ello no acepta que sea siervo. En el fondo, no entiende al Dios que muestra su rostro en Jesús, pues para él es el hombre quien debe servir a Dios y no Dios quien sirva y ame al hombre. No acepta que exista alguien que ame al hombre de ese modo. Pedro expresa la dificultad que tenemos para dejarnos amar. ¿Te dejas amar por Dios que quiere servirte y estar a tu lado siempre?