Querido maestro: nuestras vidas tienen una forma parecida a los fracasos que superamos. Porque cuando salvamos las crisis lo hacemos por muy poco. Incluso las carreras más brillantes están construidas a tan solo unos centímetros del desastre. Roger Federer reconoció el otro día que, pese a haber ganado el 80 % de los partidos de su vida, en realidad superaba a cada adversario solo con el 54 % de los puntos. Todos sus triunfos fueron casi derrotas. También nuestros éxitos son poco más que fracasos.
De ahí que el último Nietzsche, enfermo y deprimido, compusiese su autorretrato a base de naufragios: «Mi vida ha fracasado en todos sus fundamentos, lo siento a cada momento, como también siento que no podía ser de otra manera y que esa es mi única forma de existencia». Nietzsche, el filósofo que vino al mundo para traer por la fuerza al superhombre, el padre del vitalismo que aún nos mueve, no veía en su existencia más que ruinas. Porque si la vida solo es lucha y superación, entonces la vida está definida por el final que no consigue rebasar. Por eso, la existencia de los animales es solo supervivencia y resistencia a la muerte. Y si también nosotros somos solo empuje vital, por necesidad nuestra vida está totalmente contenida en nuestro límite. Entonces somos simples mortales: comamos y bebamos que mañana moriremos.
Pero la vida es algo más que fuerza bruta. Lo supo la medicina, cuando el doctor de Nietzsche le «recomendó el sur de España». ¡Tu Andalucía! Nada podría sacarle de su desgraciada situación en el frío norte de Europa, donde el protestantismo había vuelto la naturaleza humana impermeable a la Gracia. Porque en el sur también se muere, se peca y se fracasa. Pero aquí la Gracia se mezcla con la vida y la naturaleza mortal se expresa en formas que destellan eternidad.
Eso lo sabe sobre todo el arte español y ninguno como la tauromaquia lo ha captado. Porque los toreros tomáis la muerte y la agraciáis con el perfil de vuestras figuras. El toro es la vida con toda su fuerza y esplendor cuando lucha por sobrevivir. Pero es la vida que se acaba en la muerte. El toro somos nosotros, simples mortales que embestimos al destino ataviado de dios. Porque la muerte es inevitable. Pero el toreo, transfigurado en el traje de luces, da forma inmortal a la vida que pelea en cada lance. De tal modo que lo que serían fuerzas arbitrarias y desnortadas, golpes sin orden ni meta, en vuestras manos son suertes que se hilvanan con sentido, hasta componer así la historia del toro y salvar su nombre para la perpetuidad. Porque la lidia es lo opuesto al matadero, que es la organización racional de la defunción. Allí la técnica asume el fallecimiento como la forma de vida del toro, que nace para morir. Y en el toreo se muere para nacer. Los matadores artistas interpretáis al toro y lo conducís hacia una forma de vida y muerte que está más allá de su animalidad.
Claro que el arte falla cuando decae el animal. Porque en ocasiones la vida rehúye la lucha. A los dos lados la lid, en el toro y en el torero. A veces nos tiemblan las piernas y no nos alcanzan las fuerzas para enfrentarnos a lo que nos viene por delante. Y la vida tiene que aventurarse contra la muerte para abrirse a la Gracia y encontrar su sentido. Sin lucha y sin fuerza, el arte no se encarna y la vida se ahoga en sí misma. Porque la eternidad que destila el toreo no sobrevuela la vida y la muerte, como hacían dioses del Olimpo, sino que emerge de las profundidades oscuras de la vida que quiere al cielo embeber. En el toreo la inmortalidad brilla en la misma vida mortal. Pero justo ahí, en el fondo oscuro de la muerte donde a la mente le parece que nada puede hacerse ya, es donde centellea la pura figura esperanzada del arte taurino para crear sus formas y convocar la valentía del torero y la bravura del toro.
Es ahí donde siempre ha estado tu secreto íntimo, entre incomprensiones propias y ajenas, al borde de la desesperación. La precisión de tus muñecas nace de tu alma trémula, que hace de tripas corazón para hacer surgir el misterio único de tu arte. Donde los demás huyen del vértigo y se aferran a técnicas y efectos, tú arrostras el vacío y la soledad. Tus únicos compañeros son los toreros de antaño con los que hablas en cada pase. El gran público no se atreve a acompañarte hasta ese abismo. No te entiende, como a veces tú mismo no te entiendes hasta después de haber revelado la intuición de tu talento. No pocas veces, Jose Antonio, te pierdes en la mística figura de Morante de la Puebla. Y en esa lid, a veces tu razón decae y enferma. Pero en esa noche oscura aguardas contra toda esperanza el resurgir de tu vocación, sostenido solo por la promesa de un arte que siendo tuyo es más grande que tú. Así en esa lucha no solo se expresa tu genio, sino que vives tu vida y nos enseñas a vivir la nuestra a la expectativa de la Gracia. Esa es la forma de tu existencia y la gloria de tu torería, que siempre, por muy poco, no es un fracaso.