Fue un 29 de junio de 2009 cuando la encíclica Caritas in veritate vio la luz. No pudo ser en 2007, año del 40 aniversario de Populorum progressio (1967). A las puertas de una crisis que estallaría solo un año después, el texto no podía nacer viejo.
Con Caritas in veritate Benedicto XVI trajo al presente de 2009 el magisterio de Pablo VI en materia de desarrollo humano integral. Esta doctrina, esbozada en Gaudium et spes (1965) y desarrollada en Populorum progressio, fue el núcleo de la propuesta eclesial para un mundo globalizado que sufría el azote de una crisis internacional. Benedicto XVI recuperó las tres novedades que Juan Pablo II subrayó de Populorum progressio: aportar una noción moral de desarrollo que permitiera superar el materialismo de los determinismos desarrollistas, subrayar la dimensión mundial de la cuestión social y renovar la doctrina social de la Iglesia (DSI) desde los vínculos entre paz y desarrollo (Solicitudo rei socialis, 1987).
Caritas in veritate es, al mismo tiempo y como otras tantas encíclicas sociales, una conmemoración y un tiempo nuevo en el corpus de la DSI, enraizada en la tradición de la fe apostólica. Somos un pueblo con testamento y la DSI es parte constitutiva de nuestra historia. El testamento que Pablo VI nos legó y que Benedicto XVI heredó nos habla de dos verdades esenciales en el ser y el obrar cristiano: la caridad que promueve el desarrollo humano integral y solidario, y la unidad de la persona y del género humano.
Verdad y caridad son los ejes centrales de la segunda encíclica de Benedicto XVI que, a su vez, está indisolublemente ligada a Deus caritas est (2005). La verdad de Dios se manifiesta en un diálogo amoroso que adquiere la forma de un don, «puesto que es Dios quien nos ha amado primero». El amado, consciente del amor recibido, responde con un sí que se desenvuelve históricamente en actos reales, históricos y concretos. Esta dinámica de amor dado y recibido se llama caridad. Y esta es la esencia de la DSI en tanto que «anuncio del amor de Cristo en la sociedad», debidamente concretado en principios prácticos de acción, capaces de animar la creación de condiciones adecuadas para el desarrollo de los hombres y los pueblos. Lo definitivo en la DSI es el amor. Y esta invitación a amar y a ser amado es la que la DSI coloca en el centro de la cuestión social. No porque pretenda sustituir los deberes de justicia que competen a las instituciones temporales de las que se dotan las sociedades, sino porque solo la gratuidad propia del amor incondicional es capaz de dar más allá de lo que cada uno de nosotros merece por sus méritos, esfuerzos o competencias. ¿No es acaso el amor el motor espiritual que genera la fuerza históricamente transformadora de la fe cristiana? ¿No es acaso el amor la razón última del sí a Dios de una Iglesia que, pese a sus pecados, no es moralmente indiferente a la suerte de sus prójimos?