Me contaba ayer Cristina que en el hospital donde trabaja el cardiólogo le dijo en el pasillo: «¿A quién vas a matar hoy?». Lo dijo porque Cristina es médico paliativo y los de paliativos, para los médicos de otras especialidades, son considerados casi médicos. No disfrutan del prestigio del cirujano, que recompone un cuerpo destrozado en un accidente de tráfico. El ginecólogo trae al mundo una respiración y el psiquiatra reconduce la mente averiada, pero el médico paliativo no salva a nadie de nada, sencillamente acompaña a quien tiene los buitres encima. Su tarea empieza cuando se ha tirado la toalla y solo queda esperar la fecha del desenlace. Quizá por eso sea una especialidad más humana, porque empieza donde la medicina abandona el ego y regresa a su tarea original: la del cuidado. Por mucho que avance, la medicina no puede acabar con la muerte ni sus preguntas. Por eso dentro de un hospital las personas como Cristina producen escozor, porque revelan la impotencia de la ciencia, su límite.
Cristina, pero también Blanca, Inma, Soledad y Marta cogen las manos de los enfermos cuando las manos solo sirven para rezar o crisparse, a veces lloran en la orilla de una cama o hablan con familiares bajando el tono. Auxilian, como el poema o esa canción que tanto nos gusta. Ayer, mientras Cristina me contaba al teléfono, recordé a Clarice Oppert, la violonchelista que interpreta piezas de Schubert para los enfermos terminales en los hospitales franceses. Pensé que cuando me llegue el momento querré no solo contar con el alivio de la medicina. También me gustaría escuchar la música de Pärt o releer a uno de mis poetas de cabecera. Porque el arte también es paliativo. No elimina el dolor pero lo alivia y reconforta las horas de quien está yéndose. Christian Bobin escribió que los muertos no saben que están muertos y los vivos no saben que están vivos. Su escritura es un ejemplo de ese arte que puede colarse en la habitación de un hospital. Que no derrapa ni tartamudea frente al dolor.
Hace pocos días se celebró el Día Mundial de los Cuidados Paliativos y Cristina y su equipo se trasladaron a Cazorla. Llevaron la muerte a una plaza pública para anunciar que todos moriremos y que, cuando llegue ese día, habrá personas como ellos que nos ayudarán. Habrá poemas, música, recuerdos que alumbren como cohetes la oscuridad de ese trance. Me acuerdo ahora de una frase del documental Ser y tener, cuando el maestro rural Georges López le dice a uno de sus alumnos, que llora porque su padre tiene cáncer de garganta: «La vida es así, la enfermedad llega un día y tenemos que aprender a vivir con ella». Una verdad rotunda, dicha sin adornos. Me moriré, vendrá la enfermedad, tendré una cita con mi conciencia.
El maestro budista y médico de paliativos Frank Ostaseski, que recorre el mundo para «sacar la muerte del armario», reivindica la muerte como la mejor maestra del mundo y lo ejemplifica con este símil: «¿Qué es más bonita, la flor del cerezo que vive un solo día o una flor de plástico que dura para siempre?». Y afirma que lo más importante al final de la vida se resume en dos preguntas: ¿Me siento amado? Y ¿he sabido amar? Todas las reflexiones de un moribundo, concluye, se dirigen a estas dos cuestiones. Me moriré, me repito esta mañana, vendrá la enfermedad. Entretanto, ¿estoy amando cada instante de mi vida?