Bombardeos, otra vez - Alfa y Omega

Bombardeos, otra vez

Es admirable ese impulso civilizatorio engendrado de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, en la tercera, el Convenio de Ginebra no es más que papel mojado. Empapado. De sangre

Teo Peñarroja
Pacientes de un hospital de Járkov la madrugada del 1 de marzo, cuando Rusia envió sobre esa ciudad 154 drones
Foto: Reuters / Sofiia Gatilova.

Se publican muy sesudas tribunas sobre la guerra de Ucrania. En concreto, sobre esa parte que se hace en las oficinas. ¡A la mierda! Miren la foto: esto es la guerra. Son pacientes de un hospital de Járkov la madrugada del 1 de marzo, cuando Rusia envió sobre esa ciudad 154 drones. La defensa aérea ucraniana interceptó más de un centenar, pero 51 de ellos alcanzaron objetivos civiles: un supermercado, un concesionario, edificios residenciales… y un hospital.

Ha querido el destino que mi anterior comentario en Alfa y Omega tratase precisamente del papel de los militares en la construcción de la paz; de esa difícil paradoja que tiene que ver con la inevitable necesidad de las armas. Si el mes pasado nos detuvimos someramente en lo que es y si puede existir la guerra justa, hoy cabe pensar en otro doloroso oxímoron: la racionalidad de la guerra. Uno de los esfuerzos más interesantes, en teoría, del espíritu humano, fueron los Convenios de Ginebra de 1949, destinados a racionalizar la guerra, que más o menos equivale a alejarla de los más débiles. Aquellos convenios protegen a los soldados heridos, enfermos y náufragos, a los prisioneros de guerra y a la población civil. El cuarto, así como el Protocolo I adicional de 1977, protegen a este último grupo. En particular, determinan que los hospitales civiles y sus instalaciones no pueden ser objeto de un ataque deliberado y que los beligerantes deben tomar todas las medidas posibles para evitar dañarlos.

Es admirable ese impulso civilizatorio engendrado de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, en la tercera, no es más que papel mojado. Empapado. De sangre. El ataque al hospital dejó siete heridos, entre ellos dos niños menores de 6 años. Los equipos de rescate evacuaron a 64 personas. Resulta doloroso hasta el espasmo de que a todo el mundo le dé igual. Con qué velocidad hemos asumido de nuevo la guerra como elemento constitutivo del mundo. A nadie le escandaliza que bombardeen hospitales o maten a niños. Lo digo por este y otros conflictos.

En esta misma página he hablado con cierta frecuencia de la difícil relación entre la vida y la estadística, lo micro y lo macro, la geopolítica, la historia y las historias. Y no me importa repetirme. Decía que es loable el espíritu de Ginebra, que intentaba acotar el terror. Sin embargo, eso no es racionalizar la guerra, sino encerrarla. La guerra es en sí misma irracional: nada más brutal que masas de humanos arrojándose unos sobre otros para arrebatarse la existencia. Hace unas semanas me insistía un sabio catedrático de Historia Contemporánea: «Hay que mostrar la irracionalidad de la guerra», eso me decía. Y me pareció apropiado el verbo: mostrar.

El periodista Fermín Torrano, uno de los reporteros más brillantes de mi generación, ha publicado en El Confidencial un reportaje demoledor que explica exactamente qué hacen las armas, cómo rompen el cuerpo. Esta es la escala a la que se comprende la guerra. La aberración solo se entiende cuando ves, por ejemplo, una habitación de hospital sitiada, bombardeada y la cara de terror de esos pacientes. Esa es, hoy, la racionalidad de la guerra. El que no se conmueva es una bestia.