Seguro que muchos de ustedes lo han pensado alguna vez: ¿qué habría sido de Lorca si no hubiera muerto tan pronto? Me refiero a su genialidad como dramaturgo, a su creación literaria. Si tan joven nos dejó un legado tan increíble, qué nos habría dejado si hubiera llegado a vivir al menos cincuenta años más…
A mí se me pone la piel de gallina sólo de pensarlo. Es tal su brillantez que cualquier escrito, ya sea poesía, prosa o teatro —da igual—; suena, primero a Lorca y después a magia. Así que ya se imaginarán que sólo por eso la obra de Bodas de sangre merece la pena. Pero si además les digo que es Lorca cien por cien, sólo por eso deben acercarse hasta el Teatro Tribueñe, porque se merecen ver una pieza única y sensacional. Y fíjense que les digo «se merecen», porque estoy convencida de que saben apreciar lo bueno, que necesitan de la fuerza y la belleza de los textos de Lorca y por ende, de un espectáculo redondo. Más que nadie, sólo ustedes, se merecen esta obra. Regálensela. Vívanla. No se puede pasar sin ella. Y les digo por qué…
Cuando comienza la escena sólo dos ataúdes y muchas sombras pueblan el escenario. A partir de ahí, el rojo de la sangre y el negro del dolor se mantendrán presentes a lo largo de la obra. El único retazo de luz: la luna. Pura y doliente como la vida cuando se prepara para la batalla. Y el sonido… La guitarra y los tambores, esos acordes que se le clavan a uno hasta atravesarlo, serán la única compañía de las palabras y las lágrimas.
Y es que Irina Kouberskaya se ve que conoce y ama al dramaturgo granadino. Es capaz incluso de presentarnos un montaje que escapa de todos los vistos hasta ahora. Eso sólo ocurre cuando se respeta al poeta, —créanme—. Y como sucede con lo bueno, el éxito de esa pieza tiene que ver, cómo no, con los actores que cuenta. Asistirán a un duelo, se lo aseguro, entre la madre interpretada por María Luisa Budí y la novia de la mano de Matilde Juárez. Ay, esa novia que camina irremediablemente hacia la brecha sobre el filo de la navaja… Y la luna, la tierna y amorosa muchacha, Tábata Cerezo, que se desdobla y se retuerce hasta pernoctar en silencio sobre el escenario como una presencia que abraza. Podría continuar con el resto de los componentes, porque los hombres, Leonardo concretamente, David García, bien merece una ovación; y también su mujer, Irene Polo, quien perfila un rostro desencajado detrás de la rabia… Pero basta de palabras. Dirijan sus pasos hasta la sala para regresar transformados.
Pero para que no piensen que son todo halagos, también hay que mencionar dos claves importantes. Por un lado, la duración de la obra, casi dos horas y quince minutos; demasiado tiempo para mantener la tensión dramática en el mismo punto. Después de la tragedia, todo se ralentiza y aunque en el texto ciertamente a Lorca le sucede lo mismo, en escena el ansia por el final se precipita y nunca llega. Y otro señalamiento quizá nada relevante, más en la línea del gusto personal de la que les habla, que tiene que ver con el tono elegido por la madre para hablar. A veces y sólo a veces, sus palabras resonaban demasiado, eran como de ultratumba y rebotaban en las paredes. El decoro es llevado al extremo, podríamos decir, aunque en esta ocasión hay llantos y voces que salen de la garganta y se pierden por desnaturalizados. No sé. Puede que esté equivocada, pero así me sonaron algunas de sus palabras, huecas.
Ya lo han leído. No tarden en ir a ver y vivir esta pieza teatral. Tanto si son o no apasionados de Lorca deben incorporar este montaje a sus vidas porque seguro que, si no lo estaban, terminarán enamorándose de él.
Desde aquí gracias a Irina Kouberskaya, ha logrado captar la esencia de ese genio. Gracias por su franqueza, cariño y apuesta por la obra bien hecha. ¡Enhorabuena!
★★★★☆
Calle Sancho Dávila, 31
Ventas, Manuel Becerra
Todos los jueves