Solemos tener muy marcados determinados momentos a lo largo del año que indican comienzos y decretan finales, como si pudiéramos elegir en qué momento la vida se para y en cuál se reanuda. Vivimos bajo la ilusión de dominarlo todo. Nos encanta señorear sobre los acontecimientos, porque de ese modo nos parece que todo lo que sucede cae bajo nuestro control y esa sensación de seguridad nos encanta, nos hace sentirnos muy poderosos. Pero no es así. Los que nos dedicamos a la educación vivimos en la fantasía de que todo comienza cuando arrancan nuestras clases, es decir, tras las vacaciones de verano, y eso de enero nos suena a un futuro lejano en el que, aunque se estrena calendario, en realidad, nada cambia sustancialmente. Cuando nuestras civilizaciones vivían pegadas a la tierra, a los trabajos del campo, a los ritmos de la naturaleza, todo el mundo tenía muy claro cuál era el tiempo de trabajo y cuál el del descanso, cuál el de la celebración y cuál el la acción de gracias, todo se configuraba de acuerdo con lo que era necesario para poder tener una vida buena.
Ahora nos empeñamos en que todo pueda suceder en cualquier momento y hemos perdido de vista la necesidad de que no cualquier ritmo de vida es un ritmo propio de seres humanos. Nuestras ansias de que todo deseo haya de ser saciado de manera inmediata nos ha hecho olvidar que la espera, en realidad, no es la ausencia de algo ni una carencia, sino la riqueza de saber colocar cada cosa en su sitio y disfrutar de cada cosa a su tiempo. No podemos vivir ni fuera del espacio ni fuera del tiempo, pero ni uno ni otro son nuestros. Hay quien habla de su vida como si fuera un objeto, quizá porque piensa que le pertenece absolutamente, y no ha caído en la cuenta de que vivir no es un poseer, sino un hacer, un saber hacer que implica una apertura radical al mundo y a los seres que lo habitan. Ser protagonistas de nuestros propios días no nos hace propietarios de nada. Si nos quedamos al margen, las cosas suceden, pero quizá no del modo más adecuado, no del modo más favorable, no del modo más apetecible.
Sin duda las vacaciones son algo adecuado, favorable y apetecible, pero no son un estado que pueda eternizarse, entre otras cosas, porque eso destruiría nuestra forma de estar en el mundo. El final del verano es vivido por algunas personas no como un tiempo propicio para arrancar proyectos nuevos, sino como una especie de apocalipsis en el que la rutina amenaza con engullirnos. Hay quienes hasta experimentan una especie de angustia vital por el simple hecho de que han de regresar a sus vidas, como si lo que han estado haciendo durante días o semanas hubiera sido una experiencia extracorpórea que debiera prolongarse hasta el juicio final. Quizá uno pueda sentirse de maravilla tumbado en una hamaca disfrutando de un mojito y le parezca que eso es el estadio evolutivo final al que la humanidad tiende. Alguien podrá pensar que volver a su casa, a su trabajo, a sus amistades es una condena inmerecida, es un sufrimiento insoportable…
Sin embargo, dejar de hacer lo que nos gusta no tiene por qué significar comenzar a hacer lo que no nos gusta. Todo momento de cambio, en el fondo, es un momento de oportunidad, es decir, un buen momento para comenzar a hacer las cosas de otro modo o hacer algo distinto, para empeñarnos en querer vivir mejor y hacer más felices a quienes nos rodean. Lo que puede incomodar de volver a la rutina es que todo suceda como si fuéramos autómatas. Eso sí que sería una tragedia: no saber que cada día todo puede ser de otro modo, que cada mañana puede uno encontrar chispazos que den luces nuevas a lo de siempre. Uno de los síntomas de que nuestra vida no es vivida por nosotros mismos es el hecho de renunciar a tratar con las cosas pequeñas de cada día como si fueran exactamente lo que son: algo único. Tras todo ese entramado de asuntos conocidos, de tareas repetitivas, de lugares que son los de siempre, de gente archiconocida, podemos aportar muchas cosas muy nuevas cada día: ganas, ánimo, fuerza, cariño, respeto, alegría, generosidad, paciencia, y hasta buen humor…
Quejarse es un deporte nacional especialmente para quienes viven lo suficientemente acomodados como para no estar preocupados de las cosas importantes, esas que si uno no tiene —familia, trabajo, amigos, vivienda…— hacen que el día a día sea indigno de un ser humano. Nuestra tendencia a la exageración es directamente proporcional a nuestro aburguesamiento. Cuanto más fáciles tenemos las cosas, más nos cuesta gestionar un mínimo de prudencia, esa virtud que nos hace ver que regresar a lo de cada día es todo un privilegio del que solo disfrutan quienes creen.