La causa de la equidad está, ejem, de moda. Son legión los cruzados que se proclaman a sí mismos en guerra contra la desigualdad y la injusticia, como si la una y la otra coincidiesen. A todos ellos se les presupone nobleza y rectitud de espíritu, pero ¿blandir el sable contra la desigualdad no es como blandirlo contra la igualdad, el día, la noche, el frío, el calor? ¿No es acaso la desigualdad un hecho moralmente incatalogable, la estructura misma del mundo que se nos ha concedido habitar? No se trata siquiera de un fenómeno estrictamente humano, como la crueldad o la perversión: se extiende al reino animal, al vegetal, al mineral. Uno mira alrededor y halla una feliz, festiva, coreografía de desigualdades. Pese a las apariencias, los gemelos no son calcados. Tampoco han florecido en nuestra tierra dos tulipanes idénticos, gracia que solo ciertos individuos, quizá secretamente nostálgicos de la estabulación soviética, pueden lamentar.
Se objetará que nuestros cruzados no luchan contra esta desigualdad ontológica, sino contra otras tres de distinto jaez: la económica, la jurídica y la educativa. Yo también me sublevo contra ellas, naturalmente, pero como me rebelo contra el sufrimiento del mundo y contra mis propias miserias: con la boquita pequeña, entre dientes, consciente de que nunca ganaré la batalla y de que quizá no convenga que la gane. La historia reciente nos revela cuán trágicas pueden ser las pugnas contra ciertas realidades percibidas como viciosas. No hay ingeniero social que, consagrado al ideal igualitario, no haya desatado males peores que los que se proponía combatir. Toda aspiración edénica culmina en un gemido. La uniformidad maoísta se cimentó sobre un rimero de cadáveres. La homogeneidad estalinista pendía de un hilo de sangre. El preámbulo de la utopía es la ensoñación; su desenlace, el infierno.
Pero no quiero limitarme a tolerar la desigualdad como mal menor, temeroso de las catástrofes que podrían desencadenar las fantasías de según quiénes; me gustaría, en cambio, celebrarla como bien rotundo. Es cierto que puede constituir el origen de una pasión tan corrosiva como el resentimiento, pero también el de una virtud tan alada como la admiración. Es causa de la opresión, pero fundamentalmente de la autoridad. De abolir las desproporciones, aboliríamos por añadidura una multitud de fenómenos luminosos que dependen de ellas. La desigualdad económica, tan escandalosa, propicia la dádiva, tan evangélica. La desigualdad educativa, inaceptable para el hombre contemporáneo, permite la diversidad laboral, deseable incluso para él. ¿Celebraríamos la inteligencia si todos fuésemos inteligentes? ¿Aplaudiríamos la ingenuidad si todos fuésemos ingenuos? La mayor parte de las cosas cobran belleza por contraste o en interacción con otras. La desigualdad no es caos, sino polifonía; no es desorden, sino tornasol. ¿Suprimiríamos los ocres, los rojizos, los amarillos del otoño en nombre de la equidad? ¿Clausuraríamos la diversidad de los rostros en nombre de la simetría? La alternativa a la desigualdad no es la justicia, sino una grisura monolítica, como de edificio hormigonado.
Santo Tomás de Aquino, por su parte, dobla la apuesta y descubre en la desigualdad implicaciones teológicas: «Efectivamente, es imposible que la divina bondad sea representada por una sola criatura en razón de la distancia que separa la criatura del Creador; es necesario, por tanto, que sea representada por un gran número, diverso y distinto, para que lo que falta a una sea suplido por la otra». El Aquinate subvierte de un plumazo el orden juicioso de las cosas. La desigualdad ya no es injusta, sino razonable; ya no oprobiosa, sino epifánica. Incluso la criatura más baja deviene necesaria. El mosquito, insultantemente desigual al león, evoca también la gloria divina. En el rostro del pobre, desdeñado por el oligarca, ignorado por el rey, transparece el rostro de Cristo.
Más que un desorden, la desigualdad es la condición necesaria para que resplandezca en el mundo la luz divina. Los seres, singularmente los hombres, participamos de una igualdad desigual o de una desigualdad igual: todos —por nuestra sola existencia; con nuestras diferencias, matices, tornasoles— manifestamos el esplendor del Creador de los cielos y de la tierra. Guapos y feos, altos y bajos, gordos y delgados, rubios y morenos, entonamos juntos una melodía beatífica. Si faltase uno, desafinaríamos todos.