Beato José Ignacio Gordon, un santo del siglo XXI
Se cumple este 13 de agosto el 85 aniversario de la muerte del beato José Ignacio Gordon de la Serna, sacerdote claretiano que sufrió martirio durante la guerra civil
Hoy es un día grande para la Iglesia y para los jerezanos, como dijo el sacerdote Federico Mantaras Ruiz-Berdejo, que fuera administrador diocesano por sede vacante en Jerez, en la reciente Misa de la de toma de posesión del nuevo obispo de Asidonia-Jerez, José Rico-Pavés. «Nuestra ciudad es tierra de mártires», aseguró refiriéndose al beato José Ignacio Gordon de la Serna, sacerdote claretiano que nació y creció en el barrio de San Miguel y que «murió perdonando a sus captores y asesinos».
Decía el padre Julián Pastor, religioso claretiano, en la principal biografía que se ha escrito sobre el beato, Raza de hombres que buscan a Dios, (con permiso de la que posteriormente escribió el sacerdote José Luis Repetto Betes): «Los mártires fueron siempre la gran vanguardia de la Iglesia. Ellos serán también hoy nuestros hermanos mayores y nuestros maestros. No podemos olvidarlos». Como dijo el Papa Francisco en su declaración como beato, el padre José Ignacio sufrió martirio durante la guerra civil «por odio a su fe».
Él fue un hombre avanzado a su tiempo, que primero realizó una carrera civil, la de Derecho en la Universidad Central de Madrid (ahora Complutense), para después estudiar las de Filosofía y Teología. Formación necesaria para dar el paso a su profesión como religioso y sacerdote, misionero hijo del Inmaculado Corazón de María, conocidos como claretianos.
Un hombre que no dudó en abandonar «la buena vida» que por nacimiento le habría correspondido para cambiarla desde el primer instante en que adquirió la vocación religiosa. Como se recuerda en el libro anteriormente citado, desde el primer momento «despojóse de su elegante levitón y sombrero para vestir humilde chaqueta durante los meses de aspirantazgo —paso previo a su profesión religiosa—, hasta la imposición del santo hábito. A los pocos días se unió a los novicios en la limpieza del gallinero y en el acarreo del abono necesario para el plantío de árboles. Trabajó como el que más y con grande edificación, sin atender a la natural repugnancia que a todos producía».
Su altruismo lo llevó a salir de su ciudad natal para, ya como como religioso claretiano, dedicar su vida a los demás, ofreciéndose en cuerpo y alma a su labor sacerdotal. Algo que, tanto en sus palabras como en sus hechos, se puede observar. Así, dijo en no pocas ocasiones: «Mi felicidad consiste en hacer la de los demás». Esto le llevó a terminar sus días en Alboraya (Valencia), donde fue martirizado con esas últimas palabras dirigidas a sus captores y asesinos: «Os perdono de todo corazón».
Él entendió, e hizo gala de ello en su vida, que «toda la vida de Jesucristo fue mortificación». Así lo escribió en la estampa que tenía en su mesa de estudio con la imagen del Santo Cristo de Velázquez, y su vida fue en todo momento eco fiel de aquella tan conocida de la Imitación de Cristo, de Kempis.
En la beatificación de 233 mártires en marzo de 2001, el Papa san Juan Pablo II recordaba en la homilía que «Jesús quiso dar un signo y una profecía de su Resurrección gloriosa, en la cual nosotros estamos llamados también a participar. Lo que se ha realizado en Jesús, nuestra Cabeza, tiene que completarse también en nosotros, que somos su Cuerpo». Es decir, nosotros, a imitación de Cristo, tenemos que aspirar a participar de esa santidad y «este es un gran misterio para la vida de la Iglesia, pues no se ha de pensar que la transfiguración se producirá sólo en el más allá, después de la muerte. La vida de los santos y el testimonio de los mártires nos enseñan que, si la transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de los tiempos con la resurrección de la carne, la del corazón tiene lugar ya ahora en esta tierra, con la ayuda de la gracia».
La vida, por tanto, del beato José Ignacio, tiene que servirnos de ejemplo y de esperanza para que, cada uno desde el lugar que le ha tocado, ponga todo su empeño no sólo en darse a los demás, sino que, hoy mejor que mañana, siempre será un buen momento para una conversión que nos acerque, «con la ayuda de la gracia», al Señor.