Nacido en San Sebastián en 1872, Pío Baroja fue un gran retratista del Madrid de finales del siglo XIX y principios del XX. Por eso este año, en el que se conmemora el 150 aniversario de su nacimiento, el Ayuntamiento de Madrid dedica gran parte de su oferta cultural a recordar al autor y le ha nombrado Hijo Adoptivo de la ciudad. Pero, además de recorrer con él los barrios entonces más sórdidos de la capital, un panorama humano y urbanístico que atraía sobremanera al escritor —describe calles como Jacometrezo, Mesonero Romanos, o Silva, donde la delincuencia y la prostitución campaban a sus anchas, o a los trogloditas que vivían en cuevas en la montaña de Príncipe Pío—, es buen momento para fijarse en su actitud ante lo religioso, no poco presente en sus libros. Baroja, parapetado en un agnosticismo existencial y filosófico y en su formación científica positivista, fue un gran crítico —agresivo en ocasiones— con la religión, que definió como incompatible con la ciencia. También con la Iglesia como institución, y con la jerarquía como su representación terrenal.
Jesús María Lasagabaster, crítico literario ya fallecido que analizó la cuestión de Dios en la obra de Baroja, aseguraba que una anécdota ocurrida en Pamplona en la infancia del escritor «tuvo una importancia decisiva en su actitud religiosa posterior», ya que alude a ella en varias ocasiones. Sucedió que siendo un chiquillo de 9 años, entró en la catedral pamplonica e iba tarareando unos responsos tras asistir a un funeral, cuando un sacerdote se abalanzó sobre él y le agarró del cuello. «Ese canónigo sanguíneo, gordo y fiero, que se lanza a acogotar a un chico de 9 años, es para mí el símbolo de la religión católica», escribiría en Juventud, egolatría (1917). El anticlericalismo que despidió, desde entonces, en su prosa, es la versión más conocida y tópica de su actitud hacia lo religioso. Pero no pocos de sus estudiosos coinciden en cierta búsqueda, sobre todo moral, aunque los resultados le decepcionasen. Dedica su obra El cura de Monleón a analizar la crisis intelectual y religiosa del sacerdote. Y cuentan sus biógrafos que, hacia el final de su vida, el vasco leía los Evangelios. «He manejado el Nuevo Testamento que está en su biblioteca de Itzea y lo he encontrado con subrayados […], generalmente todo lo relativo a la caridad y los ataques de Jesucristo a la hipocresía de los fariseos», escribió Ignacio Elizalde.