La vida danza. Se mueve como se mueven las olas del mar. Se balancea como las flores agitadas por el viento. Salta como un cervatillo sediento de agua fresca. El Espíritu también danza: metiéndose por las rendijas de los sillones, en la mirada vidriosa de una madre, en el silencio de un atardecer, en el cuento susurrado a media luz.
El otro día convocamos a las personas mayores de la parroquia a un encuentro para compartir un rato, tomar algún refresco o un café y para dejarnos enredar por la música, que es una magnífica terapia para los corazones. Allí iban llegando personas, muchas entrelazadas por el brazo, alguna que otra con muleta o bastón. Sonrisas y abrazos, luz en los ojos. Qué cierto es que una galleta o un pincho se pueden convertir en un signo eucarístico donde la entrega y el don se recrean; y que brindar con un poquito de vino o con un zumo puede resultar sangre derramada de cariño y de ternura.
Pasamos a la sala del fondo, donde nuestras queridas hermanas oblatas ya habían preparado un arsenal de instrumentos y canciones de siempre para llenar de sonidos el silencio atemperado y la soledad huidiza. Mover los brazos, cantar rompiendo la voz, agitar unas semillas, dejar volar la mente. Qué bonito es mirarse, reconocerse, agradecer, sonreír juntos. Aquí nadie consultaba el teléfono móvil ni se enredaba por las prisas de tener que ir corriendo a no sé dónde por no sé qué. Cuánta vida acumulada; cuánta experiencia y sabiduría; cuánto amor servido y sembrado; qué maravilloso regalo en una sencilla tarde de primavera.
Como en el milagro del Evangelio, algunas personas saltaron a bailar, dejando la muleta por el suelo, arrastrando los pies en una danza del espíritu. Bailar para sentir que estamos vivos; bailar para expulsar los demonios de la queja; bailar sin la vergüenza del que tiene que demostrar algo o conseguir un propósito. Que nunca nos falte la música; que nunca nos falte la danza. Que no olvidemos que cada mañana es una cuenta atrás en el reloj de lo eterno. Y así, despojados de casi todo, agitar brazos y piernas y pisarnos los pies como chiquillos. Danza de un Dios enamorado y resucitado que jamás deja de sorprender.